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Reportaje:MUJERES

'La mujer liberada no existe'

Ramón Lobo

Carmen Alborch juguetea con un abanico blanco cerrado mientras habla de feminismo y desigualdad. Mueve las manos suavemente y desgrana despacio, con voz grave, los motivos de Malas (Aguilar), su nuevo libro tras el éxito de Solas. 'Está dedicado a desmontar el mito de que el gran enemigo de la mujer es la propia mujer... Una rivalidad antinatural. Es el propio sistema patriarcal el que la genera para dividirnos y mantener su poder', afirma sentada en un sillón mostaza del Congreso de los Diputados.

Alborch, ex ministra de Cultura y diputada socialista nacida en 1947, sostiene que 'ese sistema tampoco favorece a los hombres', que se hallan prisioneros de valores arcaicos (obligación de ser fuertes, por ejemplo) que los limitan. 'Debe de ser duro mantener ese papel; os perdéis muchas cosas positivas'.

'Las mujeres competían por el hombre, que era el símbolo del éxito y la garantía de seguridad; ahora, esa lucha se extiende al mundo laboral y al reconocimiento social'

Alborch rechaza la visión negativa que se ofrece del feminismo. 'No consiste en crear un mundo al revés, en el que las mujeres sometan a los hombres, sino de crear un mundo de seres humanos libres (...). Ya no se puede hablar de un feminismo, más vinculado al sufragio, sino de varios feminismos. Es una ética, una forma de pensar que defiende la igualdad de oportunidades'.

En el libro, que Alborch dudó en titular Juntas, bucea en la historia de los albores de ese feminismo y en sus diversas corrientes posteriores, y en la mitología clásica, fuente inagotable de la mayoría de los tics sexistas en boga: maternidad, belleza, sumisión, debilidad... Trazos exteriores de una feminidad esculpida por el hombre para su disfrute.

Distintos espejos

'Se ha avanzado mucho, pero aún queda mucho por hacer', dice Alborch. 'Las nuevas generaciones de mujeres deberán encontrar su propio camino. Las niñas actuales se miran a un espejo distinto del de sus madres. Avanzarán sobre lo ya conseguido, pero con sus reglas. Se dan situaciones curiosas en las que algunas jóvenes rechazan el feminismo pero comparten sus mensajes'.

Pero existen contradicciones: esas niñas desinhibidas, capaces de vivir los pasos logrados como una normalidad -y que, según una encuesta del Instituto de la Mujer, no se plantean como primer objetivo casarse-, se hallan presas de la dictadura de la talla 38, de los cánones de la belleza cinematográfica. Para Alborch, la explicación del fenómeno es sencilla: la sociedad occidental ha modernizado los mensajes, combinando el manejo sutil de aquellos mitos griegos, como el de la hermosura de Helena, con la fuerza de la televisión: series y publicidad se encargan de reforzar a diario los roles tradicionales: la mujer hermosa (y delgada) que triunfa, la madre abnegada, el ama de casa... Y también los del hombre.

A pesar de ello, los cambios de fondo son brutales. Se ha roto el binomio secular de mujer-esposa, pues queda poco de aquella estigmatización de las solteras, y está en declive el de mujer-madre. Alborch pone como ejemplo a las sociedades nórdicas en las que el Estado ha sabido comprender la mudanza social y proveer de medios legales para que el cuidado de los hijos sea compartido por la pareja. 'Nosotras tenemos tres o cuatro jornadas laborales en una, muy pocas parejas pueden prescindir de un sueldo, y en esas condiciones, la maternidad se hace muy difícil'.

En Malas, la autora defiende que la mayor de las conquistas ha sido el acceso de la mujer a la educación, pues abrió la puerta del mundo laboral. Educación, trabajo y píldora anticonceptiva son los hitos que han permitido a la mujer occidental desprenderse de los roles no deseados y luchar con mejores armas contra el sentimiento de culpa, un resorte represivo del poder social, y que afecta por igual a hombres y mujeres.

'Las mujeres competían hace años por el hombre, que era el símbolo del éxito y la garantía de seguridad económica; ahora, esa lucha se extiende al mundo laboral y al reconocimiento social'. En Malas asegura que en ese mundo selvático de la competencia y la escasez de puestos, las mujeres son tan competitivas como los hombres, y más cuando la competencia se establece contra mujeres. Algunas de esas triunfadoras, que logran abrirse camino en un universo dominado por los hombres, acaban masculinizándose al imitar los valores dominantes. 'No tenemos referentes propios, no estamos acostumbradas a ocupar puestos de responsabilidad y de poder, por eso es lógico que exista una tendencia a copiar al hombre en el ejercicio de esas responsabilidades'. Alborch apunta dos casos excepcionales: el de la irlandesa Mary Robinson y el de la noruega Gro Harlem Brundland.

Valores negativos

El libro resulta un viaje apasionante por la historia desde el punto de vista de la mujer. En él señala ciertos valores negativos que en realidad afectan por igual a hombres y a mujeres: la mencionada culpa, la envidia en una cultura de la negación, la represión de los sentimientos... Hombres y mujeres que, como en las novelas de Stendhal, viven atrapados en un conflicto interior en el que las ideas tienen como objetivo cercenar esos sentimientos y que los personajes caminen en dirección contraria a sus deseos. Tal vez por ello, Alborch habla de la necesidad de una 'doble liberación' y rechaza que los hombres se encuentren ahora en una situación de inferioridad respecto a las mujeres en proceso de liberación al no asumir los cambios en la pareja. 'Es verdad que la independencia económica es la que te da independencia para elegir, pero no creo que el hombre esté en peor situación'.

Cuando ese cambio de las relaciones de poder en el seno de la pareja no es comprendido por el hombre, aparecen agresiones como los malos tratos y la presión psicológica. Alborch incluye, entre las distintas formas posibles de violencia, la necesidad de 'estar bella' y el ideal de la juventud permanente, algo que, en sus palabras, no afecta tanto al hombre.

Alborch es optimista ante el futuro, pero su radiografía del presente parece poco alentadora: 'La mujer liberada no existe', y a continuación añade, cambiándose el abanico blanco de mano y esbozando una enorme sonrisa: 'pero el hombre liberado, tampoco'.

Carmen Alborch, en uno de los pasillos del Congreso de los Diputados.
Carmen Alborch, en uno de los pasillos del Congreso de los Diputados.LUIS MAGÁN

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