¿A quién beneficia?
Las leyes están hechas, son interpretadas y se aplican por los hombres. Este ámbito de discernimiento humano afecta tanto al respeto a esa ley como a la legítima discrepancia de su lectura y, sin duda, al sereno análisis de las consecuencias de sus dictámenes. Y eso se ha llamado, desde tiempos remotos, civilización. La sentencia que declaraba ilegal la rehabilitación del Teatro Romano de Sagunto se acogía a la literalidad de un artículo de la Ley de Patrimonio (el 39º) redactado por hombres bajo la experiencia de una etapa de reconstrucciones-pastiche. La decisión política que impulsó el proyecto se asentaba en el espíritu que orientaba el preámbulo de la misma ley: 'La defensa del patrimonio de un pueblo no debe realizarse exclusivamente a través de normas que prohíban determinadas acciones o limiten ciertos usos, sino a partir de disposiciones que estimulen a su conservación, permitan su disfrute y faciliten su acrecentamiento'. La sentencia se inclinaba por la deslegitimación de una obra que añadía, con idéntica rotundidad, que se hizo sobre unos presupuestos 'plenamente defendibles en el plano artístico o académico'.
Otra decisión política, que se acoge sólo a una parte de la sentencia, encuentra en el derribo su aplicación coherente. Privados de los informes que validan tal hecho la pregunta es: ¿a quién beneficia el derribo? ¿A un monumento que volvería, en el mejor de los casos, a un estado no original, sino resultado de la acción destructora del tiempo y de unas intervenciones tan discutibles o más que las aplicadas? ¿A un debate intelectual o científico? ¿A Sagunto sometido a una brutal esterilización de su conjunto histórico que había encontrado en el proyecto el arranque de unas acciones institucionales para recuperar escalonadamente su sentido de identidad como ciudad? ¿A quienes se acogen a la pertenencia sentimental de unas ruinas románticas con igual legitimidad que quienes lo hicimos a la esperanza de modernidad que supuso su rehabilitación? Summa ius, summa iniuria. Suprema justicia, injusticia suprema. No puedo menos que recordar ese Shylock de El mercader de Venecia que, sensibilísimo a la letra de la ley, reclamaba cortar una libra de carne en torno al corazón de un joven. Sólo él, claro está, y no la república, salían beneficiados. Y eso se ha llamado, desde tiempos remotos, barbarie.
Evangelina Rodríguez es catedrática de Literatura y ex directora general de Patrimonio con el PSPV.
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