Panamá, de costa a costa
EXISTE un pequeño país que se agarra, para no soltarse, a los límites del norte de Sudamérica. Es un diminuto istmo, delgado y tropical, sin apenas montañas y bañado por dos mares. Llegamos a Panamá en la época seca, cuando las lluvias que humedecen el aire de junio a diciembre descansan. La carretera Transísmica une la Ciudad de Panamá con Colón, la entrada del famoso Canal por el Atlántico, con 13 kilómetros de autopista, y el resto, casi 70, una alfombra de asfalto llena de baches, donde se encuentran taxis en busca de clientes o camiones que rezan en su trasero un 'reporte mi manejo en el teléfono...'.
Quedan las bellas construcciones que dejaron los gringos en su dominio colonizador del país y que ahora va ocupando poco a poco una incipiente clase media-alta. Grandes instalaciones que eran exclusivos guetos de los americanos que trabajaban para el Canal, una obra inmensa que se llevó 22.000 vidas, y que te anonada cuando la ves.
Colón es una ciudad pobre y atrasada, de un calor sofocante, que acoge en uno de sus extremos la Zona Libre, una vasta extensión de firmas comerciales mayoristas que, en ocasiones, venden al menor precio, libre de impuestos. También Colón es un buen punto de partida para visitar la costa atlántica que se extiende desde ahí hasta más allá de Portobelo. A lo largo de una estrecha carretera que besa el mar, descansan paisajes verdes esmeralda.
En la costa se encuentra Portobelo y sus fuertes españoles, que evocan mil y una historias de los conquistadores españoles que anduvieron por allí recaudando el oro de toda Suramérica, y su bella bahía, cerrada y exuberante; su Cristo negro... A poca distancia del continente está isla Grande, riéndose libre, en el centro de un infinito turquesa, de arenas blancas y calientes, solitaria. Pero si hay un sitio en Panamá que nos gusta es el archipiélago de San Blas, con sus 400 islas (una para cada día del año, como dicen los indígenas). Allí vivimos con los indios kuna, dulces, coloridos y hospitalarios, que nos ofrecieron sus finquitas, nos presentaron a sus sailas y cantaron para nosotros riéndose de la luna llena.
También visitamos Taboga, una isla en el Pacífico que es un minúsculo trocito de tierra sometida a unas mareas extraordinarias con el colorido de sus casas y sus bouganvillias fucsias, naranjas y amarillas.
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