Cibeles 15-M
He esperado unas horas para serenarme. No quería escribir una sola línea en pleno cabreo para no decir cosas de las que después me podría arrepentir o al menos lamentaría la dureza con que las habría expresado. La noche de San Isidro estaba completamente indignado con la exhibición de gamberrismo que tuvo lugar en torno a la Cibeles tras la victoria del Madrid en la Liga de Campeones. Reconozco que es algo superior a mis fuerzas. No puedo soportar que unos indeseables tomen al asalto el centro de mi ciudad y se permitan el lujo de apedrear a los agentes que protegían el monumento destrozando papeleras, mobiliario urbano y todo lo que pillaron por delante.
De los policías, con la única excepción del inspector, que en pleno calentón le estampó la cámara en la cara a un fotógrafo de El Mundo, no se puede decir más que bastante aguantaron. Dudo mucho que haya un solo cuerpo de seguridad en toda Europa que soporte estoicamente durante veinte minutos los continuos ataques de que fueron objeto la noche de autos. Esta vez nadie puede acusar al delegado del Gobierno de no tratar de evitar por todos los medios el uso de la violencia.
Digo más: me pregunto si es realmente saludable el mostrarse en público tan indulgente con estos mierdas. Indulgente no sólo en lo que se refiere a la actitud de las fuerzas del orden, sino por las tragaderas que la sociedad está demostrando con aquellos que destrozan el bien común y perturban la paz en las calles. No soy aficionado al fútbol y, en consecuencia, me cuesta entender la pasión desmedida por los triunfos o fracasos de un equipo y cualquier expresión disparatada de ese sentimiento. Para alguien como yo resulta tentador el culpar a ese deporte y a la vehemencia que genera de semejantes alardes de brutalidad colectiva.
Sin embargo, pienso que sería un error. Desde la objetividad con que puede expresarse alguien a quien le importa un pimiento la marcha de la Liga, creo, sinceramente, que es injusto acusar al fútbol de engendrar estos monstruos. Es verdad que hay algunos jugadores, técnicos y directivos que los alientan irresponsable y estúpidamente, pero estoy convencido de que si no existiera el fútbol, los descerebrados que vimos lanzando adoquines en Cibeles existirían igual. Son los mismos tipos que revientan las manifestaciones estudiantiles y los que se apuntan a cualquier bombardeo. Confundiéndose entre la hinchada de un equipo, la parasitan, restando esplendor y dignidad a un espectáculo que emociona a millones de personas perfectamente normales. La afición blanca es, por tanto, la primera perjudicada por el comportamiento de los llamados radicales. Baste recordar de qué forma despiadada amargaron la fiesta a los 300.000 madridistas que se congregaron la noche del triunfo. Apenas les dieron quince minutos para disfrutar de la alegría por la novena Copa europea. Sólo un cuarto de hora de paz antes de provocar altercados que, además de cuantiosos daños materiales, estuvieron a punto de causar peligrosas escenas de pánico. De no ser por el tacto con que actuaron los responsables de orden público ante aquella marea humana en la que se escudaron los reventadores, allí podría haberse originado una auténtica tragedia que enlutara la celebración. Ni el Real Madrid ni su afición merecen que nadie ensucie sus colores ni les confundan con esa chusma, que lo único que busca es un espacio confortable en el que practicar la violencia por la violencia. No se trata de unos simples gamberretes: la noche de San Isidro actuaron perfectamente organizados y en un furgón policial quedaron dos impactos de bala. Las autoridades han de tomárselo muy en serio, investigar a fondo a los grupos y proceder rotundamente con el fin de apartarlos de ese entorno. En el Real Madrid ya no existe, por fortuna, la ostentosa complacencia con los ultras de la que hicieron gala anteriores directivas, aunque todavía queda mucho por hacer. Esos jugadores a los que hemos recibido como héroes y que son idolatrados por los chicos deberían dar ejemplo y nunca jalear, sino recriminar públicamente a los violentos hasta convertirlos en apestados. Cuando eso ocurra puede que a mí me empiece a gustar el fútbol e incluso acuda a la Cibeles a celebrar la décima Copa de Europa. ¡Hala Madrid!
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