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LA CRÓNICA
Columna
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Nazario: tal como éramos

Hace años, en tiempos del dictador, conocí a unos tipos que vivían en un piso de la calle del Comercio, casi al lado de la estación de Francia. Una zona bastante improbable de la Barcelona de aquel entonces; inhóspita y desangelada desde que se vaciara el Born. La casa tenía una escalera decimonónica y era oscura, no porque le faltara luz, sino porque funcionaba como una cueva platónica; miraba hacia adentro. Las habitaciones estaban ocupadas por grandes mesas sostenidas por caballetes sobre las que se inclinaban unos melenudos que dibujaban historietas con tinta china: los hermanos Farriol, Mariscal, Montesol, Alejandro y el más raro de todos: Nazario.

Funcionaban por libre. Habían hecho abstracción de aquel régimen que parecía eterno, de aquella sociedad pacata y represiva, lo que no quiere decir que no sufrieran sus zarpazos. Más de una vez tuvieron que salir por piernas, con la policía en los talones. Como cuando Nazario publicó La piraña divina, transgresión pura y dura.

Nazario mira por la ventana de su casa, en la plaza Reial, y se pinta mirando y retrata una y otra vez a Alejandro

Transiciones hubo varias. Una de ellas se desarrollaba en aquel entonces ¿Transición viene de transitar o de transigir?, ¿de transgénico o de transgresor? Por aquella Barcelona irrepetible transitaban gentes de los más variados pelajes en busca de un espacio para respirar libertad. Recuerdo, por ejemplo, las visitas de Pedro Almodóvar, que leía en directo la banda sonora de sus películas en superocho en la vieja Filmoteca de la calle de Mercaders -nunca ha superado aquel número desternillante- o al delirante Copi, y al trío más famoso de las Ramblas, el formado por Ocaña, Camilo y el propio Nazario.

Aquellos tiempos pasaron y vinieron otros. Ni mejores ni peores. Algunas circunstancias dejaron el camino sembrado de víctimas. Unos triunfaron de modo apoteósico, aunque el éxito social y profesional acabe convirtiéndose en el mejor camino hacia la irrelevancia. Otros siguen deslumbrando, aunque ya no estén aquí. Ocaña es el caso más obvio. Como Carlitos Gardel o como Brian Jones. Cada día está mejor. Quedan, finalmente, los genuinos supervivientes, aquellos personajes por los que sólo un loco hubiera apostado, pero a los que el tiempo acaba situando en el lugar que se merecen; los indestructibles. Es el caso de Nazario.

La exposición antológica que todavía se puede visitar en el palacio de la Virreina explica este mundo ahora un tanto remoto. Además de mostrar su obra, algunas piezas inéditas y otras que aún no habían sido vistas bajo una luz que no puede atribuirse tan solo a la espléndida iluminación, y de incluir una sala dedicada a su gran amigo Ocaña -piezas inéditas de su colección particular-, Nazario ha compuesto un montaje collage alrededor del claustro del primer piso del palacete de La Rambla que recoge la memoria gráfica de aquellos años: desde recortes de periódico o portadas de las revistas underground de la época, hasta carátulas de discos o carteles de espectáculos, pasando por una impagable serie fotográfica.

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Una imágenes que conservan intacta su capacidad para provocar, un deporte cuya práctica no estaba protegida por la impunidad, como queda certificado en las fotografías policiales de Nazario o en los culos y las espaldas llenas de moratones de Ocaña. Porque lo que ahora no pasa de ser un divertimento carnavalesco, practicado por jóvenes de buena familia que organizan despedidas de soltero en bares de travestidos y después se casan por la Iglesia, en la iglesia y con un traje de iglesia, hace muy poco podía acabar con los huesos de uno en el calabozo y con un proceso en el Tribunal de Orden Público.

También queda claro que la sociedad bienpensante de la época -al margen de la esencia represiva de aquel régimen- tenía todas las razones y más para temer a aquellos jóvenes malos, perversos, impertinentes, desagradecidos, peligrosos y voraces. Aunque ahora algunos proclamen que ya lo han visto todo, aunque la moda canalla llene los escaparates del paseo de Gràcia y las miradas de los más de los visitantes resbalen con aparente desdeño por las paredes, es imposible no interiorizar el poder transgresor del mundo que reflejan estas imágenes, que basculan entre el feísmo y la obscenidad descarada.

Claro que ahora Nazario es un artista respetable, que forma pareja estable con el mismo Alejandro con el que coincidió en el piso de la calle de Comercio, su compañero de toda la vida. Ahora Nazario mira por la ventana de su casa, en la plaza Reial y se pinta mirando y retrata una y otra vez a su modelo, que no es otro que Alejandro. Sus cuadros muestran esa misma ventana y el trozo de cielo urbano por el que entra una luz blanca, un tanto inquietante, la que baña sus bodegones llenos de referencias literarias y musicales, además de morbosas.

Claro que ahora sus cuadros se valoran como si fueran las más exquisitas alfombras persas confeccionadas con las sedas más exclusivas. Hay paredes barcelonesas que albergan un nazario junto a un goya. Sus coleccionistas le invitan incluso a cenar. Creo que no saben muy bien a quién sientan a su lado, pero reconozco que debe de quedar muy bien en cualquier mesa de alto copete en uno de esos pisos de 500 metros cuadrados de la avenida de la Reina Victòria. Probablemente la dueña de la casa se ha encaprichado de uno de esos lirios o de un bodegón en el que figura un espejo que refleja un bosque en el que san Sebastián está siendo asaeteado mientras mira de reojo la carátula de un disco de arias de Bellini cantadas por la Callas.

Por esa ventana de la plaza Reial la Callas canta Casta diva. ¿Soñó alguna vez que era una diva ese elegante caballero de bigote plateado? ¿Turandot, Norma, Traviata? No, Traviata era Ocaña. ¿Soñó que era Ocaña?

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