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Columna
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Las lindes

Temía Don Quijote topar con la Iglesia, y así se lo advirtió a Sancho, pero ahora ha sido la Iglesia la que se ha topado en Madrid con unos vecinos del barrio del Pilar a cuyas viviendas se acercó en exceso un templo, con su sacristía y su presbiterio avasallando la luz del vecino, y el cardenal Rouco está perplejo: no acaba de entender que los vecinos prefieran la luz natural a la luz de Dios, ni que rechacen el privilegio de tener una pila bautismal a siete metros del baño. Entiende menos monseñor que acudan al juez terrenal para disputarle a Dios una parcela y que el magistrado, en lugar de ponerse de parte del Supremo, le dé la razón a sus hijos descarriados. No está dispuesto, pues, a admitir que los tribunales civiles decidan ahora que el altar y los roperos del cura se adelanten unos metros, después de un recorte de la Iglesia por su trasero. No le entra al ilustre prelado en sus entendederas, y hay que comprenderlo, que la justicia terrenal no se doblegue ante la justicia divina, con lo que tenemos, como siempre, un problema de lindes por varios lados. Lo de 'dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios' lo ha repetido continuamente la Iglesia, pero desde la convicción profunda por la fe de que, como todo es de Dios, no hay César que pueda discutirle nada. La Iglesia es experta en lindes, que es la línea que separa unas heredades de otras, pero muchas veces en su historia, quizá llevada de la omnipresencia de su Dios, ha respetado poco sus límites, ha construido o destruido donde no debía o ha invadido el terreno ajeno con imposiciones y sin miramientos. Y lo mismo en el terreno de las ideas y los comportamientos -penetra hasta en la intimidad de la alcoba- que en los asuntos del palmo de terreno que tenemos ahora en Madrid por las nubes.

De modo que el estado de perplejidad en el que está sumido el arzobispo madrileño al ver condenada a su parroquia por extralimitarse es muy comprensible. Que le arrasen un presbiterio, aunque el presbiterio haya arrasado antes los derechos de unos vecinos, no tiene precedentes ni en los tiempos de la Cruzada, y aunque no deja de ser inquietante bajo el punto de vista simbólico, tampoco hay que ignorar su lado material. No subrayo esto último porque sospeche que al prelado le preocupe más lo inmobiliario que el deshonor que supone para Nuestra Señora de las Fuentes, titular del templo, que le muevan la peana. Pero sabido es, por la defensa que Rouco ha hecho de sus colegas en el negocio de Gescartera, que a los obispos, o al de Madrid al menos, en cuanto les tocan el patrimonio les entra el complejo de mártires perseguidos por el nuevo paganismo de la sociedad laica, que fue como se sintió el cardenal de Madrid cuando les afearon a los mitrados sus inversiones en Bolsa y tuvo que volver él de súbito al recuerdo de la Roma de las catacumbas para explicarse tamaña persecución. Así que no es de extrañar, insisto, que sintiéndose ahora un perseguido mártir abandonara sus ponderados modos y se convirtiera en un agitador enardecido del vecindario en su llamada a la oración reivindicativa, a la celebración eucarística sublevada y a la antorcha encendida de la protesta martirológica.

Ahora bien, lo que no pensé nunca, dada la biografía intelectual del prelado de la Almudena, que hasta por Alemania anduvo de estudios, es que se nos convirtiera en una Pitita Ridruejo y reuniera a sus fieles para esperar un milagro. La invocación de la milagrería no parece propia de un teólogo de pro, pero menos adecuado es poner a Dios en aprietos suplicándole que, valiéndose de su infinito poder, haga trampas. Había dicho Rouco en su tierra de las meigas que, 'si Nuestro Señor quiere hacer un milagro, lo conseguiremos', y quizá no contara con que, de no producirse tal milagro, bastaría con la abstención de Dios en el asunto para ver en ella la revelación de su suprema voluntad. Sin embargo, no parece que esté Rouco por ésas, porque si Dios no milagrea, después de haberlo comprometido él a resolver el pleito, piensa acudir al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo -más especializado, como es natural, en los derechos humanos que en los divinos- y al que, si acude el cardenal, vacío de milagro, corre el riesgo de que se tome a Dios por incompetente. Y es responsabilidad de sus representantes en la Tierra, que no lo olvide el purpurado, velar por el prestigio de Dios, tan mermado últimamente.

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