Guerra y paz
-Mira, hijo -dice el padre-. Esto es la Casa de Campo.
En la fiesta del Dos de Mayo, las familias se distribuyen por los alrededores del lago.
-Lo ves tranquilo -sigue diciendo el padre-, pero en tiempos de mi abuelo estuvo en guerra.
El niño trata de encontrar en la extensión de árboles y desmontes las referencias bélicas de la televisión: ametralladoras, cadáveres y bombardeos.
-¿No oíste hablar de la guerra de Franco?-insiste el padre-.
La serenidad del paisaje incendiado de luz impide imaginar aquella violencia.
-Mi abuelo, cuando era joven, luchó contra los moros de Franco. Aquí estaba el frente.
Nieta o biznieta de aquellos enemigos de piel tostada debe de ser la negrita que se ha sentado en un mojón de la carretera a recibir hombres.
-Los moros de Franco ganaron y el abuelo y sus amigos perdieron. ¿No lo aprendiste en clase?
Un coche aparca junto a la negrita y por un momento se confunden la familia que desaloja el vehículo y la mujer a la espera del cliente. La familia se dirige a los merenderos del lago. Al quedarse sola, la negrita se levanta del mojón a estirar las piernas.
-Cuando terminó la guerra, el abuelo traía a mi padre a la Casa de Campo y le contaba su derrota.
Los gritos de los niños y el zumbido de los automóviles apenas permiten reconstruir el escenario de la posguerra franquista.
-Y el Primero de Mayo el abuelo y sus amigos se reunían a merendar aquí. Esa tarde había mucha policía en la Casa de Campo.
El padre señala con la mano el lugar donde la negrita sigue sin hacer negocio.
-Debió de ser por ahí.
En la zona que ocupa un tenderete de fritanga, el padre sitúa el furgón donde la policía encerraba a los detenidos.
-Un año la policía se llevó a mi padre.
El apetitoso tenderete alimenticio borra de los oídos del niño las referencias carcelarias. El padre le apacigua:
-Comeremos cuando llegue mamá -responde consultando el reloj-. Si es que llega.
Quizá como consecuencia de la lección de historia, cruza por el rostro del hijo un relámpago de angustia.
-Pues claro que vendrá -se ríe el padre-. Con retraso, pero vendrá. Ahora a la policía no le importa que meriendes en la Casa de Campo.
En el centro del lago, el obús del surtidor araña el cielo. El padre reanuda su discurso:
-A mi padre lo detuvo varias veces la policía de Franco. Decían que había salido al abuelo.
Con destino a la Venta del Batán circula por la carretera soleada el camión de los condenados a la muerte del estoque.
-Así que cuando mi padre, por seguir la tradición, me trajo a la Casa de Campo, yo buscaba recuerdos de la guerra: una bala, una granada...
Con un pitillo en la mano derecha, la prostituta africana pide fuego a transeúntes y conductores.
-Luego cambié -dice el padre como revelando un secreto-. Y algunas noches venía aquí con tu madre.
En el mediodía radiante, el suburbano se interna por las carrascas regulando el ritmo de las parejas furtivas.
-Después de tanto tiempo de guerra teníamos una democracia -subraya el padre-. Por eso naciste tú, precisamente.
En este 2 de mayo, un toque de corneta desde el cementerio de San Antonio de la Florida recuerda que el paisano de Goya lleva dos siglos con los brazos en cruz, esperando su fusilamiento.
-Tu madre no quiere que crezcas -sonríe el padre-.
Porque en este trozo de tierra en que lo excepcional es la paz, las mujeres de la paz temen dar hijos para la guerra.
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