Una africana en la Europa civilizada
Cuando casi siempre hablan los mismos, da gusto escuchar, por fin, una de entre esas millones de voces incesantemente ignoradas. En La mujer invisible, una poeta y periodista negra, huida de una seudo democracia africana, se sube al escenario y nos cuenta. Que la han pillado con un pasaporte falso en un aeropuerto europeo. Que la han enviado a un centro de internamiento, donde no puede ni salir al patio. Pero, ¿porqué no se ha quedado en su país, y viene donde no hay sitio para ella? Porque los últimos meses estuvo secuestrada en un sótano infecto, de donde la rescataron sus amigos. ¿Y quiénes la raptaron? No está segura: soldados o paramilitares, tras haberle enviado un anónimo por escribir sobre derechos humanos. Estaba en casa con su marido, sus padres y su hijo, cuando llegaron. Los mataron a todos ante sus ojos, a ella la violaron y se la llevaron. Ahora ha cruzado el mar y se encuentra detenida con otros inmigrantes, en espera de que le concedan el estatuto de refugiada. Pero en el centro donde la han ingresado hay una revuelta, y los papeles que pueden probar la veracidad de lo que dice, desaparecen...
La autora y actriz Kay Adshead, que escribió esta obra a raíz del motín que hubo en 1997 en el centro de detención británico de Campsfield, conoció a alguno de quienes fueron sus protagonistas, y participó en una campaña para forzar su cierre. La mujer invisible se estrenó en Edimburgo por The Red Room, compañía empeñada en hacer un teatro comprometido: la práctica totalidad de los críticos de Londres y de la capital escocesa le dieron cuatro estrellas, se deshicieron en elogios, y alguno ironizó sobre la conveniencia de que acudieran a verla el ministro de Interior y sus subordinados. En febrero, se puso en escena la traducción castellana de Carla Matteini, en un montaje de Santiago Sánchez, interpretado por Rita Siriaka, que figura entre lo mejor y más contundente que se ha hecho en Madrid esta temporada.
El monólogo de Adshead, escrito en verso blanco y repartido entre dos docenas de personajes, tiene un solo peligro: en manos menos expertas podría derivar en dramón. En las de la actriz brasileña y las del director valenciano se desarrolla con aliento trágico. Siriaka hace un trabajo de gran factura física: encarna el fondo de cada palabra, suspende algunos gestos antes de que lleguen al final, y los lleva en dirección contraria para mantener en vilo al espectador. Ahora llega a la Sala Moratín, de Valencia (del 14 de mayo al 9 de junio), y luego gira por España.
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