Virtud
'POR LO QUE RESPECTA a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes', escribió Natalia Ginszburg (1916-1991), aclarando inmediatamente lo que entendía por éstas: 'No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y aprender'. Todo esto lo cuenta en Las pequeñas virtudes (El Acantilado), una recopilación de ensayos sobre la vida en general y la suya propia. Madre, además de escritora, Natalia Ginszburg tenía, así, pues, buenos motivos para preocuparse por la educación y por la relación de padres e hijos, un asunto éste, que le inspiró una conmovedora novela, Querido Miguel, que también apareció hace poco traducida a nuestra lengua y por el mismo sello editorial español.
Pero si Ginszburg defendía inculcar las grandes virtudes, en vez de lo que nos ocurre habitualmente, que atosigamos a los hijos con las pequeñas, no era tanto por desprecio a éstas en sí -también, al fin y al cabo, virtudes, aunque medidas por un rasero mezquino-, sino porque aquéllas, las grandes, reflejaban un mayor amor por la vida y predisponían a sacarle mejor partido, a vivir más intensa y profundamente, sin reservas, ni recelos.
Ningún término ha tenido una mutación histórica de significado más perversa y desalentadora que el de virtud, el cual, etimológicamente, procede del latino virtus-virtutis, usado por los romanos para expresar el valor y la determinación. Esta vitalista y afirmativa concepción antigua de la virtud derivó, a causa del moralismo de la Contrarreforma, en su contrario; esto es: en la cualidad de renunciar y de negarse a vivir, concluyendo su trayectoria lamentable en lo que hoy es para nosotros: un afectar falso en el que se renuncia a algo, pero sólo en la medida en que así debe parecerlo a los demás. De manera que, a costa de la virtud, no sólo lo afirmativo se trocó en negativo, lo grande en pequeño, sino que, al final, la verdad en mero fingimiento, en el arte de salvar las apariencias.
¿Cómo entonces conceder un mínimo de credibilidad a las pomposas proclamaciones de reformas educativas, cualquiera que sea su nivel, si nos olvidamos de lo grande de la virtud y lo sustituimos por la fabricación artificiosa de un currículum vitae profesional, en el que alguien asegura haber renunciado a vivir -a ser y a conocer- con tal de que le caiga una migaja de un banquete, cuyas puertas no puede franquear?
Las virtudes, los valores, cambian fatalmente con los tiempos, pero jamás deberían perder su grandeza, porque, ¿cómo, si no, sentirse invitado a vivir de verdad, cómo hacer de la existencia una creación única, sin réplica posible?
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