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Columna
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Un espíritu conservador

La muerte de José Luis Lassaletta, primer alcalde de Alicante tras la recuperación de la democracia, ha producido una considerable cantidad de escritos necrológicos que la prensa ha publicado durante los últimos días. Lassaletta fue de los alcaldes que no dejan a nadie indiferente. Polémico, excesivo, populista, arrebatado, hizo de su amor por Alicante una bandera que acabaría por ahogarle, privándole de esa visión de futuro que todo político precisa.

La mayoría de los escritos aparecidos en los diarios tienen, como es natural, el tono laudatorio y evocativo que requiere la ocasión. Algunos resultan excelentes. Ninguno nos ayuda, sin embargo, a entender al hombre que durante doce años dirigió los asuntos de Alicante. La excepción es el artículo que José María Perea publicó en el diario Información. En mi opinión, este artículo permite al lector hacerse una idea muy ajustada de lo que supuso para la ciudad la dilatada alcaldía de José Luis Lassaletta.

Durante ocho años, el periodista José María Perea actuó como concejal a las órdenes de Lassaletta. Esto le proporcionó una posición privilegiada para observar a diario la actuación del alcalde y le permitió tratarle con una cierta intimidad. El tiempo transcurrido desde entonces, ha puesto la distancia necesaria que precisan estos análisis para no caer en el apasionamiento o la arbitrariedad. El dictamen que ofrece Perea es una trayectoria plagada de claroscuros, como lo son, a la postre, la mayoría de las conductas humanas. Para quienes seguimos con atención los sucesos de Alicante y recordamos con nitidez aquellos años, resulta difícil discrepar de las conclusiones tan atinadas que expone el periodista.

Lassaletta es quien más cerca ha estado de ser ese alcalde que Alicante necesita y que la Historia le ha negado sucesivamente. Se lo impidió su populismo, que tantas veces confundió con amor por la ciudad. La implicación tan emotiva que tuvo en los asuntos diarios, fue un lastre que le impidió reparar en el futuro. Un alcalde, salvo que las circunstancias le obliguen -y es cierto que a Lassaletta le obligaron en algunas ocasiones-, no está para ocuparse del presente. De ello ya se encargaran los concejales y los técnicos. Su labor es proyectar la ciudad para el porvenir, adelantándose a los acontecimientos. Desgraciadamente, Lassaletta, apasionado por el contacto humano que conlleva el día a día, se desentendió del futuro. Lo suyo era el corto plazo, el cuerpo a cuerpo, en el que disfrutaba.

Uno no deja de lamentar que una persona con sensibilidad para acometer la reforma del Teatro Principal, impedir el traslado de la plaza de toros, o convertir la antigua lonja del pescado en una excelente sala de exposiciones, no aprovechara el momento propicio que le ofrecía la historia para transformar Alicante en una ciudad moderna y habitable. Nunca, como en los primeros años de la democracia, estuvieron los alicantinos tan predispuestos hacia su alcalde. Pero el amor que Lassaletta sentía por Alicante, le llevaba a ser un conservador. Podía embellecerla, mejorarla, preocuparse por sus barrios o por sus habitantes, pero, en el fondo, jamás se hubiera atrevido a cambiar aquello que amaba.

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