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El aumento de la criminalidad y la izquierda

José Luis Díez Ripollés

El incremento superior al 10% de la criminalidad en 2001, así como el ininterrumpido aumento de la población reclusa desde hace años, están siendo objeto de especial atención por los agentes políticos y ciertos medios de comunicación, que se afanan en buscar las causas y los posibles remedios.

Uno de los rasgos más significativos de ese debate es que haya sido iniciado por la oposición de izquierdas, algo ciertamente inusual. En efecto, tradicionalmente estas fuerzas políticas han considerado la delincuencia común una consecuencia de las desigualdades sociales y han atribuido las demandas favorables a una lucha más enérgica contra los comportamientos delictivos a los intereses conservadores, que prefieren centrarse en los síntomas, los delincuentes, en lugar de en sus causas, las condiciones sociales que originan la necesidad de delinquir. Esta visión sustancialmente correcta, pero en exceso superficial y, sobre todo, difícil de transmitir en sociedades con importantes clases medias, ha pasado factura a las expectativas políticas de la izquierda en muy diferentes momentos históricos. En este sentido, la novedosa actitud del socialismo español reaccionando rápidamente ante los primeros síntomas de un empeoramiento de la seguridad ciudadana es muestra de buenos reflejos políticos.

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Sin embargo, el escaso hábito de las fuerzas progresistas en el desarrollo de propuestas dirigidas de manera directa a la lucha contra el crimen, unido al hecho de tener que formularlas desde la oposición política con sus, al parecer, inevitables distorsiones retóricas, hace que la empresa esté sometida a un buen número de riesgos. Me voy a permitir llamar brevemente la atención sobre algunos de ellos.

Convendría, ante todo, no olvidar algunos hechos básicos ni perder la perspectiva temporal: la tasa de criminalidad española sigue siendo una de las más bajas de Europa, con un perfil, estable desde hace muchos años, según el cual somos uno de los países menos violentos del continente, mientras que, por el contrario, mostramos una tasa moderadamente alta en delitos contra la propiedad, y más aún si son de escasa importancia. Sin perjuicio de lo anterior, nuestras tasas de criminalidad se han duplicado en los últimos veinte años, habiéndose producido casi todo ese aumento entre 1982 y 1987, a lo que siguió, con alguna excepción, un discreto descenso desde esa fecha hasta 1992, para estabilizarse entre 1993 y 2000. A su vez, la población reclusa no ha cesado de crecer desde 1976, a un ritmo desproporcionado al incremento de la población nacional, con especiales aumentos entre 1977 y 1981, y entre 1987 y 1991, lo que ha hecho que tengamos una de las mayores poblaciones reclusas de Europa occidental en términos relativos. Pues bien, los datos de 2001 no alteran la baja tasa de criminalidad española respecto a la del resto del continente, aunque el periodo de estabilización en el que estábamos parece haberse roto, con un aumento cuya consistencia sólo podrá valorarse en los próximos dos años; seguimos, en cualquier caso, por debajo de las tasas alcanzadas entre 1987 y 1990, y ligeramente por encima de la de 1991. A su vez, el perfil de nuestra criminalidad no ha variado en 2001: han vuelto a subir los delitos contra la propiedad, singularmente hurtos, robos residenciales y sustracciones de vehículos, y han descendido todos los demás delitos, también aquellos contra las personas o la libertad sexual, salvo los de tráfico de drogas; sin embargo, se ha producido un aumento generalizado de las faltas, esto es, de la criminalidad de menor importancia, que en cifras absolutas es casi todo él reconducible al aumento de las faltas contra la propiedad. Por último, la población reclusa ha continuado su aumento, a un ritmo equivalente en el quinquenio 1997-2001 al del quinquenio precedente.

A la búsqueda de las causas del mapa de criminalidad esbozado, un primer riesgo es centrarse en aquellas que sean políticamente correctas, y eludir o minusvalorar las políticamente incorrectas. Así, se vincula el incremento de la delincuencia a los progresos realizados por sectores políticos conservadores en su pretensión de desmantelar la seguridad pública en beneficio de la seguridad privada. La idea que estaría detrás es que eso en último término sólo daña a las clases más bajas de la sociedad, que no pueden pagarse tal seguridad, lo que no preocuparía a la derecha, que no tiene allí su filón de votos. Ahora bien, por más que es indudable el incremento de las actividades privadas de seguridad en España en los últimos años y los fuertes intereses empresariales que están detrás de todo ello, la tesis explicativa precedente es, cuando menos, discutible. En primer lugar, porque la seguridad ciudadana es un tema de primordial importancia política, que sería la primera vez que la derecha traspapela, con independencia de a quién afecte más esa inseguridad. En segundo lugar, porque el incremento que se registra en los delitos contra la propiedad está incidiendo señaladamente sobre las capas sociales moderada y notablemente acomodadas, que poseen bienes económicamente más atractivos, y a las que, según el anterior razonamiento, sería suicida que los sectores conservadores ignoraran. En tercer lugar, porque las tareas de control que realiza la seguridad privada son extremadamente diversas, de modo que no se pueden vincular sin más a la prevención de la delincuencia.

Por otro lado, que la inmigración irregular está en el origen de una parte significativa del actual crecimiento de la delincuencia quizás no sea una afirmación políticamente correcta, pero es un hecho contrastado. Lo que no lo es, en absoluto, es que el inmigrante en cuanto tal tienda a delinquir. Lo correcto es justamente lo contrario: hay menor criminalidad entre los inmigrantes regularizados que entre los nacionales. Eso no ha de extrañar: el inmigrante lo que quiere es trabajar, y si consigue un trabajo, conocedor de los recelos que suscita, prefiere llamar la atención lo menos posible. Sólo si no tiene de qué trabajar se busca la vida como puede. Nada nuevo, la marginación social siempre ha conllevado delincuencia. Lo nuevo es la enorme bolsa de inmigrantes irregulares sin trabajo.

Un segundo tipo de riesgos surge cuando se analiza un problema social en estrecho contacto con los profesionales directamente implicados en su solución. Tal proceder tiene, sin duda, ventajas, como es el acceso a una información de primera mano sobre los hechos y un buen conocimiento de las condiciones materiales y personales necesarias para afrontar con solvencia el problema. Pero tiene el peligro de que el análisis incorpore todos los sesgos ligados a un visión corporativa del problema, en este caso, la de los cuerpos policiales. La criticada disminución de los efectivos de la Policía Nacional y la Guardia Civil en los últimos años está bien documentada, pero también lo está el notable incremento de los efectivos de la policía autonómica y, sobre todo, de la policía municipal. Sumando todos esos contingentes, España era hace cuatro años, después de Italia, el país con más efectivos policiales por habitante de toda Europa occidental, y no parece que haya habido cambios desde entonces. Es comprensible, por otra parte, el interés de cualquier profesional por dedicarse a aquellas actividades más prestigiadas de su oficio. Pero eso no debería conducir a desacreditar apresuradamente las técnicas de prevención policial basadas en el contacto diario de los agentes policiales con los ciudadanos, frente a las actividades de investigación de los delitos ya cometidos.

Los riesgos que tienen que afrontar las iniciativas progresistas en seguridad ciudadana también surgen a la hora de elegir los instrumentos para activar el debate. Ante todo, no hay que olvidar que nos movemos en terreno minado: La obtención de réditos políticos mediante propuestas de incremento de la ley y el orden ha sido siempre patrimonio de la derecha y no será fácil que eso deje de ser así aunque la iniciativa no proceda de ella. De ahí que los acertados intentos por modificar tal situación deben ser especialmente cautelosos en evitar que todo se termine reduciendo a asumir las tradicionales propuestas del contrincante político.

En segundo lugar, existe amplia experiencia sobre la profunda irracionalidad con la que se acaban analizando y resolviendo todos los problemas de seguridad ciudadana si el debate público se desenvuelve en términos emocionalmente muy cargados. A este respecto debería tenerse presente que toda movilización de medios de comunicación prestigiosos en campañas encaminadas a promover mejoras en la seguridad ciudadana puede dar lugar a una artificiosa y coyuntural potenciación de los sentimientos ciudadanos de inseguridad. Y eso suele con frecuencia originar evoluciones en el abordaje de la delincuencia insospechadas, por lo general poco sensibles a las garantías ciudadanas. Hoy por hoy, la inseguridad ciudadana, aun estando en el tercer lugar de las preocupaciones de los españoles, presenta unos porcentajes bajos, muy por debajo de las preocupaciones básicas, paro y terrorismo, y muy cercana a otros temas como la inmigración o las drogas. Creo que nos debemos felicitar por ello, pues sólo así es posible realizar debates serenos.

En cuanto a las propuestas que se están manejando para atajar el citado incremento en la delincuencia, me voy a permitir unas rápidas reflexiones.

Es correcto centrar la atención en las reformas procesales, una justicia rápida y segura es mucho más eficaz que una justicia dura. Pero las propuestas gubernamentales que se manejan reflejan, como era de temer, una recaída en el discurso tradicional de la derecha: la pretensión de enjuiciar en quince días conductas para las que se pide hasta nueve años de prisión, además de irrealizable, es incompatible con las mínimas garantías procesales exigibles en peticiones fiscales de tal calibre.

La vuelta a la categoría de la multirreincidencia supone retroceder hacia soluciones abandonadas hace casi veinte años. El escándalo que supone la puesta en libertad de pequeños delincuentes habituales no se origina en que se les impongan penas bajas, sino en que se les tarda en juzgar. El interés de la sociedad está en que dejen de delinquir, para lo cual no es lo más eficaz la agravación de sus penas de prisión, que nunca podrán ser muy prolongadas dada su necesaria proporcionalidad con la gravedad de sus delitos, sino el desarrollo de técnicas de reinserción social. No olvidemos que la anomalía de tener unas altas tasas de población reclusa pese a estar en un país con una baja tasa de criminalidad se explica porque nuestro sistema de justicia penal hace un uso abusivo de la pena de prisión, en detrimento de otro tipo de penas. La reintroducción de la multirreincidencia no hará más que agravar el problema.

La gran tarea pendiente en el área policial no es el incremento de efectivos, por más que pueda ser necesario, sino la coordinación y distribución de funciones entre las policías existentes. Tenemos una policía local infrautilizada, que con una preparación adicional poco costosa podría atender con eficacia a la persecución del delincuente de pequeña monta, y una Policía Nacional y Guardia Civil específicamente preparadas para la prevención y persecución de la delincuencia de cualquier nivel que se tienen que dedicar mayoritariamente a la delincuencia callejera o al pequeño delito.

La inmigración tiene y va a seguir teniendo que ver con la delincuencia, y conviene que no adoptemos actitudes exquisitas e hipócritas. Por el momento, la delincuencia que surge en su seno está mayoritariamente ligada a la lucha por la supervivencia en una situación de irregularidad: Los esfuerzos en este caso se han de centrar en la adopción de actitudes realistas frente a la inmigración irregular, pues es ilusorio pretender que quien no tiene medios de subsistencia no delinca. Y debemos prepararnos para la delincuencia propia de la segunda generación de inmigrantes, ciudadanos españoles a todos los efectos, pero con una muy defectuosa integración social. Las intervenciones sociales en este sector de la población son especialmente urgentes.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal.

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