Una decisión lamentable
Implacablemente, los Estados Unidos de George Bush van desentendiéndose de aquellos compromisos internacionales de envergadura que no encajan con su papel hegemónico o comprometen sus intereses políticos, económicos o militares, se trate del tratado balístico ABM, del protocolo medioambiental de Kioto o del acuerdo sobre minas antipersonas. En este multilateralismo a la carta de la Casa Blanca, que hace oídos sordos al coro de rechazo que suscita, le ha tocado el turno a la Corte Penal Internacional, creada en Roma en 1998, de la que Washington se acaba de desvincular a todos los efectos, adoptando el insólito procedimiento de revocar su firma de adhesión.
La corte es un tribunal permanente -a diferencia de los establecidos para la antigua Yugoslavia o Ruanda- que juzgará a individuos por crímenes de guerra, genocidio, de lesa humanidad y de agresión. Pretende ser un instrumento contra los peores excesos, llamado a acabar con la impunidad y los refugios de que han venido gozando con demasiada frecuencia tiranos de toda laya. Han ratificado su estatuto 66 países, 6 más de los necesarios para su entrada en vigor el próximo 1º de julio, entre ellos todos los de la Unión Europea excepto Grecia. Quiere decirse que el nuevo tribunal global, que tendrá su sede formal en La Haya a partir del año próximo, goza de buena salud y echará a andar según lo previsto. Pero la ausencia entre sus miembros de la única superpotencia, rompiendo así EE UU una tradición de décadas en la persecución de criminales de guerra, supondrá una seria merma en su eficacia, además de un pésimo ejemplo para terceros.
Desvinculándose por completo de las obligaciones del tratado, Bush ha ido más lejos que su predecesor, Clinton, que firmó in extremis el estatuto de la corte en diciembre de 2000, aunque, ante la presión del Pentágono, recomendó al Senado que no fuese ratificado. Los motivos alegados ahora por el secretario de Estado, Powell, para justificar su abandono definitivo son los mismos que se esgrimieron entonces: básicamente, que el país más poderoso del mundo, que se presenta a sí mismo como adalid de los derechos humanos, teme que sus soldados, diplomáticos o políticos se vean eventualmente forzados a responder de sus actos ante un tribunal que no controla. Algo, por otra, parte muy improbable, puesto que la corte sólo actuará cuando los tribunales del lugar donde se cometa el delito no quieran o puedan investigarlo.
La Corte Internacional de Justicia es la concreción de una idea de las postrimerías de la II Guerra Mundial, ampliamente defendida por EE UU cuando no era el único poder planetario. Ahora, sin embargo, la Casa Blanca ha presionado sin miramientos a sus amigos para boicotear su mismo nacimiento.
La gravedad de la decisión estadounidense es difícil de exagerar. El país emblema de todas las libertades no reconocerá la jurisdicción ni acatará las órdenes (puede ignorar en la práctica peticiones de extradición)del único instrumento penal de alcance global para combatir los peores crímenes contra las personas. La medida tendrá obviamente efecto multiplicador. Es la coartada perfecta para todos aquellos Gobiernos dubitativos que, con Washington por delante, habrían engrosado, de peor o mejor gana, la lista de signatarios. Y puede significar una peligrosa luz verde para la abrogación de tratados a voluntad por países poco escrupulosos. La decisión de Bush socava la autoridad moral de Washington y compromete seriamente la idea que los países democráticos tienen de EE UU. Y no responde, definitivamente, al tipo de liderazgo que Occidente espera en este terreno.
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