Noche oscura del cuerpo
No hacía falta leer este libro para percatarse de que la poesía basada en la anécdota autobiográfica, la linealidad narrativa, el esguince ingenioso y la ligereza de las formas había tocado techo. Los últimos títulos de diversos cultivadores de esa tendencia indicaban una creciente insatisfacción con la misma, que había derivado hacia las futilezas autocomplacientes, aunque escritas con buena caligrafía. Vicente Gallego (Valencia, 1963) se erigía ya desde Santuario (1986), pero sobre todo en La luz, de otra manera (1988), como uno de los poetas de su generación mejor dotados, en cuya poesía emergían, con un vitalismo elegiaco y salpicado de notas prosaicas esparcidas aquí y allá como al desgaire, los avatares cotidianos de un sujeto solitario, moderadamente macerado por el destino. Sus libros posteriores Los ojos del extraño (1990) y La plata de los días (1996) avanzan en esa misma senda cuyo final se avistaba cercano.
SANTA DERIVA
Vicente Gallego Visor. Madrid, 2002 104 páginas. 7 euros
Esta oclusión de las salidas explica la inflexión de Santa deriva, una obra de poesía meditativa que se eleva, en sus mejores instantes, a los fanales de la contemplación. El libro ha sido galardonado con el Premio Loewe, que en sus últimas ediciones se ha decantado por nombres muy valiosos de la poesía contemporánea de sesgo reflexivo. La distribución de los poemas en tres secciones dibuja una línea de entonación que arranca del cántico del comienzo y, luego de ir declinando en poemas de una turbia desazón existencial, se eleva de nuevo al final del libro. El inicio celebratorio de la primera parte recuerda más a Claudio Rodríguez que a su antiguo maestro Brines, aunque algunos poemas continúen remitiendo a éste incluso en el título, como Oración pagana. Las realidades naturales se bastan con su mera presencia para garantizar una entonación fervorosa: las nubes de junio suponen una 'felicidad sin causa', y el olivo difunto, eco del olmo seco machadiano, arranca al aire 'un pellizco de vuelo' y confirma la 'sugestión arraigada de las cosas'. Pero la entonación hímnica tiene a veces problemas para imponerse a la precariedad de nuestra vida (El sueño verdadero), y la serena plenitud aparece amenazada por unas espantables alegorías del mal (Cena familiar). Esta primera parte termina con el poema que da título al libro: la 'santa deriva' metaforiza el avance ciego, impredecible y pavoroso del mundo y de los hombres hasta su consunción definitiva, por más que ese discurrir sonámbulo evoque engañosamente el orden regido por la voluntad provisora de un dios, según el principio leibniziano de razón suficiente.
A partir de ahí, el libro se dilata en poemas de cierto hieratismo expresivo, acentuado por los hipérbatos debidos a los requerimientos métricos del compás, sobre versos en general de siete y once sílabas. El vuelo de la belleza y el lento progresar de la reflexión van encadenando fórmulas salmódicas que a veces concluyen en un epifonema (Credo). Hay algún poema donde el motivo central se asfixia entre las menudencias de la sociología literaria (Mi homenaje), y cuyo vuelo rasante lo hace topar con la evidencia o con la pura denotación docente. El tema de la muerte adquiere una presencia dominante en la parte tercera. A ella pertenecen algunos de los poemas más hermosos del libro, que atenúan la oquedad ontológica de la existencia humana, que se daba por sentada en otros casos. Y si Santa deriva era el momento cumbre de la desolación mecanicista, la composición final, Escuchando la música sacra de Vivaldi, es el de la esperanza teleológica. La música convocada en esos versos, nacida 'del metal y la cuerda, de la madera noble', traza una parábola en la que, si no se aclaran del todo las sombras de otros poemas, apunta un asomo de revelación, de naturaleza íntimamente trascendente. Así las cosas, me caben pocas dudas: en lo que va de ayer a hoy, Vicente Gallego y la poesía en general han salido ganando.
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