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Reportaje:ARQUITECTURA

Buenos Aires, la fragua de un milenio abollado

Las diez manzanas peatonales de la calle de Florida tienen un aspecto insólito este año. Las entradas de muchos bancos están blindadas de arriba a abajo, algunas hasta el primer piso. Planchas metálicas cubren puertas, ventanas y fachadas igual que en un búnker o una garita, con una abertura mínima para clientes y empleados. Los primeros las golpean hasta abollarlas cuando el banco les impide sacar sus ahorros; los segundos padecen insomnio y estrés por el ruido de los golpes, las manifestaciones frente a las ventanillas y las horas extras que llevan trabajando desde diciembre.

Los turistas se sacan fotos junto a las abolladuras. Decir Florida en Buenos Aires es como decir las Ramblas en Barcelona, y no se van a ir sin su paseo típico. En esta calle se escuchó por primera vez el himno argentino y funcionaron el primer teléfono y el primer ascensor del país. En la esquina de Florida y Sáenz Peña está desde 1924 el Banco de Boston, el más fotografiado, con sus detalles renacentistas y platerescos en la entrada y su enorme linterna. En febrero, altos cargos del Boston admitieron que posiblemente la entidad se irá del país. La mayoría de bancos extranjeros piensa lo mismo, acorralada entre las denuncias de clientes que colapsaron tribunales y las de jueces que investigan la monstruosa fuga de capitales ocurrida desde el 'corralito' financiero de diciembre. Argentina despidió el 2001 desplomándose, y su capital -cabeza desproporcionada de una nación con el cuerpo inerte y descuidado- acaparó simbólicamente el protagonismo que ya se había otorgado el Nueva York del 11-S para el fin del milenio. El último titular al respecto lo soltó en abril el politólogo Alain Touraine, afirmando que Argentina no existe como país porque no produce, y vaticinando un destino similar para Europa. El terror global también se anticipó varios años en Buenos Aires, con el atentado a la Embajada israelí y la voladura de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) en 1994.

Esta crisis ilustra dramáticamente el miedo al abismo de los favorecidos en la sociedad global

Hay otra conexión con la tragedia neoyorquina. Junto a la City porteña, donde la capital casi toca el río de la Plata, también abundan los rascacielos, y si algo les sobra es simbolismo. Florecieron durante la década pasada en pleno festín menemista. Petroleras, telefónicas, aerolíneas y otras compañías estatales solventes fueron primero privatizadas y luego desangradas, mientras las corporaciones se aseguraban enormes beneficios por contrato a cambio de sobornos y se instalaban junto al río. Telecom, dueño de uno de los edificios más emblemáticos, se declaró en default el pasado abril.

Ahora no pocos ejecutivos que trabajan en la zona tienen a sus familiares en el vecino Uruguay por temor a un estallido social, y hay embarcaciones listas para trasladarlos en cualquier momento. O helicópteros para escapar de la sede de Repsol-YPF, cerca del Banco de Boston. Igual que el 20 de diciembre último, cuando el presidente Fernando de la Rúa salió volando del techo de la Casa Rosada tras firmar su dimisión mientras en la plaza de Mayo morían varios manifestantes.

Entre el río y las sedes acristaladas de Microsoft, Telefónica y otras multinacionales está el antiguo puerto de la ciudad. En 1989 se empezaron a restaurar sus centenarios depósitos de mercancías, ejemplo de arquitectura industrial inglesa, con ladrillos, grúas y vigas a la vista. Unos 1.900 millones de dólares después nacía Puerto Madero, el barrio 47 de Buenos Aires, rápidamente ocupado por restaurantes, bares y empresas. Si antes de la devaluación y el 'corralito' ya era un lujo tomar algo allí, hoy está aún más desangelado, a pesar del Puente de la Mujer (obra de Santiago Calatrava inaugurada el año pasado), del nuevo hotel Hilton donde se rodó la película Nueve reinas y de la creciente edificación de las 90 hectáreas que se extienden entre los diques y la reserva ecológica Costanera Sur.

El resto de la inmensa cuadrícula porteña vive pocas alegrías urbanísticas a gran escala últimamente, salvo la apertura del Museo de Arte Latinoamericano (Malba) o la reconversión de espacios del barrio de Palermo en restaurantes, tiendas, bares y galerías de arte. La Bienal de Urbanismo que debía celebrarse en marzo se suspendió, y las incontables joyas arquitectónicas porteñas no son ajenas al desánimo y la tensión que padecen los argentinos, en la peor crisis de la historia de un país que soporta sacudidas similares cada diez años. El Centro Cultural San Martín, obra clave de 1960, se deteriora sin remedio. La misma Casa Rosada lleva años a medio repintar porque se equivocaron de color y no hay presupuesto. Durante los periódicos cacerolazos, grupos de personas entraron en el Congreso y el Cabildo destrozando mobiliario y reliquias históricas, y pintando el frente de la catedral. Ante las habituales manifestaciones, la solución ha sido vallar todo lo vallable. De la contaminación visual en las calles y el deterioro de muchos edificios y barrios, mejor no hablar.

Pero los turistas siguen llegan

do a Buenos Aires atraídos por la devaluación del peso. Hacen bien, y que dure: la ciudad necesita divisas, no está en armas como el 20-D y hay mucho bueno por conocer. Realmente vale la pena pasear por el centro, San Telmo, Palermo, La Recoleta o Belgrano para alguien que disfrute con la arquitectura, al igual que dejarse cautivar por el resto de Argentina. Por eso mismo resulta tan aparatosa en el exterior esta crisis: por el contraste con una tierra y un pasado prósperos hasta la ostentación, cuando a Argentina la llamaban el granero del mundo, recibía a miles de inmigrantes hambrientos cuyos nietos hoy hacen cola en las embajadas y era la más solidaria con quienes ahora se compadecen de ella, caso de la España de la posguerra. Visto desde dentro, el desbarajuste político, financiero, jurídico, institucional, social, moral y por añadidura arquitectónico que acogota a Argentina y a Buenos Aires no pone al país andino al nivel de Bolivia o la India, por poner dos ejemplos: aunque las calificadoras de riesgo colocaran al país en el primer puesto mundial por encima de Nigeria en 2001. Esta crisis se antoja más dolorosa y cercana porque ilustra dramáticamente el miedo al abismo de los favorecidos en la sociedad global.

Hoy Buenos Aires y su conurbano acaparan un tercio de la población del país, y casi la mitad de sus habitantes vive por debajo del nivel de la pobreza. La Capital Federal es engullida geográfica y económicamente por su periferia. No lejos del aeropuerto internacional de Ezeiza, no es difícil reparar en otro simbolismo no por manido menos flagrante: las extensas villas de miseria rodeando chalés ajardinados, con piscina, y separadas de éstos por un simple muro. Una sensación similar a cuando se sobrevuelan los pueblos jóvenes de Lima o las favelas de São Paulo y Río de Janeiro, con una paradójica diferencia: para Touraine, Bush y el FMI, Brasil hoy no es motivo de preocupación. Una vez más, el urbanismo desmiente a la macroeconomía.

El puente de Santiago Calatrava, en Puerto Madero.
El puente de Santiago Calatrava, en Puerto Madero.

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