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Columna
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Héroes de mayo

Las patrias, chicas o grandes, se cimentan en la sangre y en la guerra, en la victoria, y a veces en la derrota, ante un enemigo exterior frente al que las patrias afirman su esencia, su existencia, su independencia, o al menos su supervivencia, bajo unas banderas, imagen de marca, que suelen contar historias tan trágicas como improbables, encarnadas en héroes dignos de estatua, reverencia y homenaje.

La hospitalaria Comunidad madrileña nació sin embargo en una probeta del laboratorio de las autonomías y tuvo que inventar su bandera estrellada y su himno impronunciable y antiheroico. Una bandera de diseño posmoderno como correspondía a los años de la movida en los que fue creada, y que sus críticos ven como más apropiada para una cadena hotelera de máximo lujo (siete estrellas), y un himno cuyo texto corrió a cargo de un filósofo y poeta libertario, Agustín García Calvo, refractario a los himnos y reacio a cualquier tipo de exaltación patriótica.

El mayor mérito que podría invocar la bandera de Madrid en un concurso de banderas es que hasta ahora nadie ha muerto en su defensa, nadie ha reteñido con su sangre vertida el emblemático rectángulo, ni manchado su constelación con sus fluidos vitales. No la han llevado los regimientos orgullosamente al campo de batalla y sólo se ha paseado por desfiles, procesiones, actos oficiales y ceremonias de ritual.

Para sus fiestas, la Comunidad de Madrid ha tenido que recuperar a Daoíz y Velarde, que dieron mucho juego en aquella lidia del Dos de Mayo y prestaron su casta, su apellido y su rango militar a una rebelión popular trufada de héroes anónimos, más propios de la leyenda que de la historia, como la modistilla Manuela Malasaña. Los ringorrangos castrenses apartaron del pedestal de los comandantes Velarde y Daoíz al teniente Ruiz, el tercer héroe de la tarde, al que pusieron en sitio aparte y al que frecuentemente se olvida en los protocolos de la fiesta. La proclama del alcalde de Móstoles plantándole cara al invasor napoleónico permite, por otro lado, que la fiesta de la capital amplíe su radio de acción a la provincia y no quede demasiado casera.

En las fiestas patrióticas, el enemigo suele quedar siempre cerca de casa, frontera, con frontera, es el eterno rival en el sempiterno derbi entre Villarriba y Villabajo. Madrid vuelve a ser excepción, su capitalidad estatal se denota en la elección de un enemigo de mayor envergadura, Francia y Napoleón Bonaparte. Por supuesto, la enemistad entre madrileños en particular y franceses en general, apodados despectivamente gabachos en las crónicas, hace mucho tiempo que pasó a la historia, e incluso la figura de Pepe Botella, en su acepción superlativa, goza hoy de creciente popularidad entre los jóvenes noctámbulos que hasta hace unos días acampaban alrededor de la estatua de los dos héroes en su desafortunada efigie de la plaza del Dos de Mayo.

Pero este año, la coincidencia del inquietante proceso electoral del país vecino, el fantasma del fascismo y el ascenso de ese Napoleón de saldo que es Jean Marie Le Pen, invitan a la recuperación de unos lazos de enemistad, en este caso dirigidos contra un Obelix fanfarrón y pasado de vueltas. El posible enlace se vio cuando los franceses avergonzados de serlo salieron a las calles detrás de unas pancartas que recuperaban el 'no pasarán' del Madrid sitiado, pero lo cierto es que esta vez ya habían pasado y ahora de lo que se trata es de que no avancen más y se metan hasta las cocinas de la vieja república de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Literalmente, sobre las cabezas de los inmortalizados Daoíz y Velarde bailaron la noche del 2 de mayo de 1977, desnudos y arriesgados, ella y él, una pareja de jóvenes madrileños, su danza de libertad, icono gráfico y germinal de aquella movida que aún no sabía que lo iba a ser, ni lo que iba a ser de ella. Dos héroes anónimos sobre las testas laureadas de dos héroes del cuerpo de artillería con la filiación completa. Héroes de una noche a recordar en estos días en los que la torticera disyuntiva entre libertad y seguridad, ambas con mayúsculas, reaparece a los dos lados de la frontera con sus banderas de infamia, exclusión e intolerancia.

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