Esperanza para los menores de Ceuta
El centro de inmigrantes denunciado por Amnistía ya da resultados
En la ladera del monte Hacho, en la punta de la península de Ceuta, está el centro de San Antonio. Se trata del antiguo chalé del comandante de Marina, que ha sido prestado por el Ministerio de Defensa al Ayuntamiento para cobijar a los menores marroquíes que vagaban por la ciudad. El personal de la institución está dolido por las denuncias contenidas en el reciente informe de Amnistía Internacional sobre el trato que España dispensa a los inmigrantes. 'Dígame si aquí hay ratas, si los chicos se contagian enfermedades, si les pegamos. Inspeccione lo que quiera, hable con los muchachos y compruebe si lo que dicen es cierto', invita Alejandro Rodríguez, su director.
En realidad, lo que decía el informe era cierto. No lo es desde septiembre del año pasado, cuando fueron instalados tres módulos con habitaciones y cuartos de baño, se levantó un muro en el perímetro de la finca y los desagües fueron conectados a la red de saneamiento. El centro está lejos de parecer un hotel, pero ha dejado de ser un establo. Incluso ha cambiado su nombre: ahora se llama La Esperanza.
En la ciudad se ha prohibido un tipo de pegamento porque los menores conflictivos son completos adictos
En La Esperanza se alojan 92 niños, a día de hoy. La precisión temporal es importante, porque el verano suele atraer a más a la ciudad. Rodríguez afirma que 80 están integrados. 'Los demás son chavales que nos trae la policía y van y vienen continuamente a Marruecos. Nos causan muchos problemas: provocan altercados, intentan abusar de sus compañeros, se fugan con frecuencia...'. Como para darle la razón, en ese mismo instante uno de los chicos trepa al tejado en un visto y no visto, salta y se escapa a través del monte. 'Cuando las pruebas radiológicas demuestran que son mayores de edad y van a ser expulsados a Marruecos, lían la grande. Creen que yo soy el culpable. Han llegado a amenazarme con navajas'. El director teme que alguno de ellos intente vengarse: 'Aquí las noches son muy tensas', dice. Dos educadores, un cuidador, dos celadores y un vigilante de turno velan por la seguridad. 'Pero temo que algún día lancen un cóctel molotov por encima de la valla'.
Los menores conflictivos están alojados en tres estancias apartadas, al fondo del chalé. 'No podemos colocar a los nuevos con los que están integrados', explica el director. 'A medida que van aceptando el régimen del centro, los educadores los van incorporando a los módulos'.
No es una tarea fácil. Algunos se relacionan con la treintena de niños incontrolados que duermen en la calle y merodean cerca del puerto, a la espera de una oportunidad para pasar a la Península. Rodríguez llama a uno de ellos. Es un chaval con cara de viejo, tiene el rostro marcado por varias cicatrices y se acerca con expresión de haber sido cogido en falta. El director señala sus zapatillas de marca: 'El calzado no es del centro'. Tira hacia de su pantalón y debajo aparece otro: 'Ésta es su maleta'. Le levanta el jersey y surje una camiseta manchada de grasa: 'Acaba de estar debajo de un camión'.
Los bajos de los camiones que embarcan en los ferrys son el escondrijo habitual para cruzar el Estrecho. Antes los chavales se guiaban por las matrículas de los vehículos para elegir la ciudad a la que deseaban ir, pero desde que han sido sustituidas por placas europeas, en las que no figura la denominación provincial, se juegan su destino a ciegas. 'Quieren ir a Madrid o a Barcelona, pero a veces aparecen en Cuenca o en Ávila', cuenta Rodríguez. En otras ocasiones se caen y quedan muertos en la carretera.
Integrar a estos chavales no es fácil. Muchos de ellos son adictos al pegamento Cyclex Bolutex, que compran en Marruecos. Como la venta de este producto ha sido prohibida en Ceuta, inhalan disolventes de fabricación nacional, que son más baratos y más fáciles de adquirir. El disolvente les provoca bultos en la piel y lagunas en la memoria. Para ayudarlos a desengancharse, los educadores necesitan contar con su voluntad.
'El mono es terrible. Una noche un chico se puso a llorar de impotencia porque no era capaz de dejarlo', relata Samra, maestra de primaria y trabajadora del centro. 'Durante el proceso padecen crisis de ansiedad, tienen vómitos y sufren fuertes dolores de cabeza. No podemos darles ninguna medicación porque desconocemos los efectos secundarios que podría provocarles'.
A pesar de estas dificultades, la lista de los que han logrado salir adelante es notable. Tras dos años en La Esperanza, Abdelila Belata, de 18 años, ha estudiado un curso de mantenimiento de frío y calor industrial; tiene una oferta de trabajo, acaba de obtener la documentación y piensa alquilar una casa y quedarse a vivir en Ceuta.
O. C., de 16 años, llegó hace siete meses tras una experiencia de cuatro años como niño de la calle en Tánger, de la que guarda como recuerdo una terrible cuchillada que le cruza desde la tetilla izquierda hasta el costado; acaba de terminar un curso de dependiente de comercio y comienza ahora otro de imprenta.
Impresionantes notas
M., de 17 años, llegó hace tres años y ha dejado boquiabiertos a sus profesores con unas notas impresionantes en informática, inglés y francés; estudia administración y sale con un grupo de chicos y chicas de la ciudad. Además, hace dos meses 12 chicos fueron enviados a una residencia tutelada por la ONG Mensajeros por la Paz en Zamora. Los muchachos se acogen a un programa sociolaboral.
Estos resultados suponen un esfuerzo económico importante para la ciudad autónoma, que ejerce la tutela de los menores. El consejero de Bienestar Social, Mohamed Chaib, explica que los sueldos de las 42 personas que trabajan en el centro y los gastos de mantenimiento rondan los 200 millones de pesetas al año, a los que hay que sumar el coste de los tres módulos que se inauguraron el pasado septiembre: 30 millones cada uno. Chaib ejerce su papel de tutor con firmeza: 'Hay días que paso más tiempo con estos chicos que con mis propios hijos', asegura. Poco a poco, La Esperanza va haciendo honor a su nombre.
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