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Columna
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Lecciones de francés

La eliminación de Jospin (16,2%) se debe en buena medida al empeño de Chevènement (5,4%) por hacer rancho aparte, lo que le convierte en el villano de la película. Pero hay una gran paradoja en el desenlace: forzado a enfrentarse a un aspirante de extrema derecha, Chirac comparece en la segunda vuelta como el candidato de todo el arco institucional, lo que le obligará a plantear un programa basado en los valores republicanos compartidos por la derecha y la izquierda democráticas: tolerancia, jacobinismo, laicismo, derechos humanos. Es decir, el discurso de Chevènement.

Con ese discurso, Jacques Chirac, que de joven vendía L´Humanité, y que siempre se ha considerado por encima de las diferencias clásicas entre derecha e izquierda, ganará seguramente por una enorme diferencia y podrá realizar su sueño de convertirse en presidente de todos los franceses, al margen de ideologías: como De Gaulle. El modelo presidencialista diseñado a su medida por el general ha caído grande a sus sucesores, pero Chirac tiene ahora la ocasión, por pura casualidad, de vestirlo.

Es posible que en la segunda vuelta cuente incluso con el apoyo de esos votantes de Le Pen que en una encuesta de urgencia decían haberle votado porque se identificaban con sus ideas, pero que no le veían como presidente de la República. Lo cual, sin embargo, no alivia la preocupación ante un 17% de los votantes que respalda a un candidato que no es demócrata, aunque respete las reglas de juego. Puede que saque pocos escaños en las legislativas de junio, pero sus partidarios saben ahora que cuentan con un considerable apoyo popular que va en ascenso, y eso les envalentonará. Esas legislativas se configuran como una especie de tercera vuelta (o segunda oportunidad) para la izquierda: tal como son los franceses, ni siquiera puede descartarse una recuperación de voto socialista, a modo de desagravio; pero para ello tendría que presentarse un candidato honrado, algo puritano y con credenciales de izquierda: o sea, Jospin; pero si en lugar de anunciar su retirada se empeñase en encabezar la candidatura socialista, ya no sería Jospin. La política tiene estas paradojas.

¿Hay alguna enseñanza aplicable a España? De momento, es una suerte que aquí y ahora no haya un partido de extrema derecha, y absurdo que haya quienes presenten a Aznar como un franquista emboscado: franquista o equivalente es Le Pen; la derecha conservadora es otra cosa. Pero patina Aznar cuando parece equiparar, lamentando el auge simultáneo de Le Pen y los trotskistas, a los extremismos de derecha y de izquierda: como si pudiera confundirse a quienes estuvieron y estarían en la Resistencia con los que estuvieron y estarían con Vichy.

Fue Mitterrand quien dio aire a Le Pen, modificando la legislación electoral para favorecer la presencia de un candidato que dividiera el voto de la derecha. En España ha habido tres posibilidades de conformar un partido a la derecha del PP, pero los tres nombres que pudieron encarnar esa hipótesis, Ruiz-Mateos, Mario Conde y Jesús Gil, comparten el rasgo biográfico de haber sido encarcelados en algún momento acusados de delitos como apropiación indebida, malversación de fondos o fraude fiscal. Si alguien está tentado de imitar a Mitterrand, que no olvide que el electorado de Le Pen, formado mayoritariamente por antiguos votantes de la derecha hasta mediados de los 80, creció luego a costa de la izquierda, y que ése es uno de los motivos de que el Partido Comunista se haya quedado en el 3,4% y los socialistas fuera de la segunda vuelta.

Otra enseñanza posible es que se están trasladando a Europa algunos de los efectos del nuevo clima creado por el 11-S. Hace cuatro años, 13 de los 15 países de la UE tenían Gobiernos de centro-izquierda; ahora son siete. La opinión pública está muy sensibilizada por las cuestiones de seguridad, y por el terrorismo en particular, y rechaza políticas que puedan parecer ambiguas. Es un aviso para el PSOE, cuyo giro respecto a la política vasca parece inspirado por la hipótesis de que, sin Aznar, el PP no alcanzará la mayoría absoluta, lo que abriría paso a una posible coalición de socialistas y nacionalismos diversos (para lo que hasta podría venir bien una derrota por la mínima de Maragall). Es un cálculo racional, pero fallido; porque si el PSOE hiciera esa política, el PP sí ganaría por mayoría absoluta.

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