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Arafat, el Herodes palestino

Hace dos mil años, en Jerusalén y los territorios de su alrededor, eran frecuentes los atentados terroristas (o lo que ahora llamamos actos terroristas), con sicarios (sicarii, hombres con puñal) que atentaban contra la vida de los soldados romanos y los judíos colaboracionistas.

En aquel entonces, los invasores eran los romanos y los invadidos los judíos. Había un rey judío, Herodes, títere del imperio de Roma, que gozaba de cierta autonomía política, con su Sanedrín y su propia policía, que concitaba sin embargo el odio de los judíos rebeldes que deseaban la liberación de su tierra con la expulsión de las legiones romanas.

Rebeldes que tuvieron muchos cabecillas a lo largo de las décadas (la mayoría se autoproclamaban Mesías y algunos incluso eran pacíficos, a la manera de Gandhi o Luther King) y actuaban en grupos más o menos numerosos que iban armados y asaltaban a sus enemigos en los caminos o en las ciudades, en ataques fugaces con sus puñales que recuerdan mucho al actual tiro en la nuca. La mayoría de ellos poseían una religiosidad extrema, lo que ahora llamamos fundamentalistas, algunos de los cuales se convirtieron en discípulos de Jesús de Nazaret. Muchos fueron apresados y ajusticiados en la cruz, aunque hubo quienes tuvieron más suerte y pudieron salvar la vida, como Barrabás. Estos rebeldes eran calificados por Roma y los judíos colaboracionistas como simples ladrones o criminales, sin darles ningún valor político; para la mayoría de los judíos, empero, sobre todo para los galileos (mucho más aguerridos e independentistas), eran héroes, mártires de la causa hebrea. Los herodianos, desesperados por encontrarse entre las presiones del gobernador romano y los constantes ataques provocadores de los judíos rebeldes, buscaban chivos expiatorios con que calmar la irritación del invasor, mucho más poderoso y mejor armado. A falta de cabecillas agresivos y peligrosos, como Judas de Galilea, que no eran fáciles de capturar, creyeron calmar el enfado imperial y salvar así su incierta autonomía política, entregando y sacrificando a un cabecilla revolucionario y pacífico, natural de Galilea; pero no lo consiguieron y, unos años después, Jerusalén entera fue arrasada por las legiones romanas.

En la actualidad, dos mil años después, el escenario político en Jerusalén y sus alrededores es muy parecido. Sólo que, ahora, los invasores son los judíos y los invadidos los palestinos. Existe un rey títere que goza (o gozaba) de cierta autonomía política, pero que sufre las represalias de los invasores cada vez que actúan los palestinos rebeldes, los cuales han sustituido el puñal por el fusil o el cinturón cargado de bombas, perpetrando así atentados mucho más indiscriminados.

La mayoría de estos rebeldes, sobre todo los suicidas, están impulsados por motivaciones religiosas, además de políticas. Para los invasores, no son más que terroristas; mientras que para los palestinos que luchan por la liberación de sus tierras y la independencia política, son héroes o mártires. Como hace dos mil años, en ocasiones la represión de quienes gozan de un mayor poderío militar llega a ser brutal, con muchas víctimas civiles: mujeres, niños y ancianos. Así pues, Arafat es ahora lo que Herodes fue hace veinte siglos, pero con una diferencia: el palestino no parece dispuesto a sacrificar a los cabecillas rebeldes a cambio de tranquilidad en su trono de rey títere. Al menos de momento.

Si es cierto lo que dice el viejo adagio: la historia se repite, mucho me temo que en la actualidad, como hace dos mil años, esta situación en Oriente Medio sólo acabará con la destrucción, una vez más, de la bellísima, sagrada y anciana Jerusalén. Esperemos que esta vez alguien lo remedie, aunque no sea un Mesías.

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Gerardo Muñoz Lorente es escritor.

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