El cortejo de la reina
Qué cosas. El cortejo fúnebre de la reina madre, que a mí no podía haberme dejado más indiferente, puso en la calle a un millón de británicos. Fíjense que esta señora de más de cien años de edad le costaba al erario público un ojo de la cara; tenía un numerosísimo servicio doméstico, a todas luces desproporcionado para las necesidades de una anciana, al que los Windsor, no más regresar del funeral, han puesto de patitas en la calle; no se le conocía talento particular alguno, no digo ya una actividad productiva o el ejercicio de alguna beneficencia, sino ni siquiera una afición u hobby inocuo, salvo la robusta querencia por la ginebra; ni siquiera era una petarda más o menos sexy que hiciese soñar a los hombres en un regio braguetazo y a las mujeres en delirios transferenciales; lo único destacado que hizo fue pasearse por las ruinas de las casas londinenses bombardeadas durante la II Guerra Mundial, y los réditos de esas condolidas visitas caducaron hace una eternidad. Y a pesar de eso, tanto duelo. Habrá que concluir que lloran a la reina madre por un solo motivo: porque era la reina madre.
La muerte de la reina madre vuelve a poner sobre el tapete la pregunta: ¿para qué sirve la monarquía?
Pese al ensañamiento de muy poderosos medios de comunicación de masas que rompieron el pacto de silencio sobre la familia real -especialmente desde que el magnate Murdoch juró odio eterno a los Windsor-; pese al largo espectáculo Lady Di y la difusión urbi et orbe de las conversaciones privadas entre Charles y su amante; pese a otras miserias y escándalos, el apoyo del pueblo británico a la monarquía se mantiene. El 80% cree que la reina hace bien su trabajo y el 70´% opina lo mismo del príncipe Charles, según la encuesta de diciembre pasado de la que da fe el historiador Henry Kamen en un reciente artículo.
Es fácil comprender la difusa simpatía de los demócratas por la institución monárquica. No sólo por su reconocido valor cohesionante y simbólico ('totémico', dice Kamen), o sea porque encarne la representación del Estado con más propiedad que cualquier presidente elegido por la mitad de los ciudadanos y detestado por la otra mitad. Sobre todo por una inclinación estética y existencial: un rey es una ucronía en estos tiempos volcados, en todo, al instante. Es más improbable que un gordo a la lotería, un capricho y una excepción en un mundo crecientemente igualitario y crecientemente monótono que se va reduciendo a sus huesos de aritmética pura.
El republicanismo de hoy apela al igualitarismo, a acabar con los últimos privilegios de sangre. Para los monárquicos, tal proyecto oculta resentimiento y falta de imaginación. Mark Steel, un agudo columnista de sensibilidad republicana, acaba de publicar en The Independent un divertido artículo en el que se ríe de la improductividad e irracionalidad de la familia real británica. Tiene razón, y a la vez se equivoca de medio a medio, pues todo el quid de la monarquía está precisamente en que sea improductiva e irracional.
'A mí', me dijo Steel, durante la conversación imaginaria que sostuvimos ayer, 'no me gustan los reyes porque no hacen nada, no sirven para nada'.
'A mí', le respondí, 'me gustan precisamente por lo que no hacen, por lo que no sirven'.
Y eso que vi en el televisor a la reina Isabel II recibir a Walesa en Buckhingam poco menos que como se recibe a un germen. Y la vi otra vez, tras la muerte de Diana Spencer, cuando recomendaron a los Windsor 'acercarse al pueblo', 'mostrar el rostro humano'. A la reina la obligaron a tomar el metro. Era la primera vez en su vida, y si de ella depende será la última. El vagón estaba vacío, por supuesto, pero aun así la mujer allí sentada ofrecía una imagen de desamparo, abatimiento y repugnancia verdaderamente insultantes.
Es cierto que la nobleza en general, y la británica en particular, no siempre ha sido espejo de sublime elevación, digan lo que digan los sicofantas. Señala Peter Sloterdijk en El desprecio de las masas (Pre-textos): 'A menudo se ha señalado, en particular de la aristocracia inglesa, su dimensión prealfabetizada'. Y cita a McLuhan: 'Al publicarse Declive y caída del imperio romano, el duque de Gloucester le dijo a Edward Gibbon, autor de la obra: ¡otro maldito y voluminoso libro!, ¿no, Mr. Gibbon? Garabatos, garabatos, siempre garabatos, ¿no, Mr. Gibbon?'.
Me da igual y hasta me divierte tanta tontería. Cuando la reina madre nació, su oficio era de alto riesgo: Europa preparaba un apocalipsis como no se había visto nunca y los monarcas caían como moscas, víctimas de anarquistas, de nihilistas, de chalados. El zar Alejandro II murió de atentado en 1881; Isabel de Austria y Hungría, en 1898, por un atentado; Humberto I de Italia, en 1900, por otro atentado; Carlos I de Portugal, por otro, en 1908; Nicolas II y toda su familia, sus criados y hasta el perro, en 1918, asesinados. Seguro que me dejo alguno. Por no hablar de sus primos Guillermo I de Alemania, Alejandro II de Rusia, Alfonso XIII de España, que salieron ilesos de otros regicidios.
Celebro que ella haya muerto jubilada, centenaria y en la cama. Hace unos años, en la misma televisión en que vi a la reina sufrir tanto en el metro, vi a otra jubilada, una campesina portuguesa que cumplía cien años. Los periodistas le preguntaban cuál era su secreto. La buena mujer respondió: '¿Mi receta? Trabajar, trabajar, trabajar... y no pensar en nada'.
Parece que la reina madre logró lo mismo con la mitad de esfuerzo. La mitad menos fatigosa.
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