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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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La clase dominante

DISPONÍAMOS ENTONCES, cuando éramos jóvenes, de un concepto que nos servía para dar cuenta de lo mal que iban las cosas, de la explotación y del hambre y de la miseria que nos rodeaba. Y era que disfrutábamos de una clase dominante que vaya por Dios. Era como el epítome de todos los vicios sociales: estrecha de miras, ruin, atenta sólo a sus intereses más inmediatos. Era una clase en la que se daban cita la codicia con la incompetencia, la rapiña con la ignorancia. Todo se debía a lo atrasado de nuestro capitalismo, a su incapacidad para crear una sociedad moderna, en la que el mérito sustituyera a la cuna como determinante del destino individual.

Luego el capital se modernizó, el Estado se democratizó, la miseria se ocultó a la vista del público, y la clase dominante se volvió más porosa, incorporando a nuevos miembros ascendidos a la cima gracias a su propio esfuerzo, a su capacidad técnica y profesional, a su ambición. A medida que el proceso avanzaba en todos los frentes, el marbete mismo de clase dominante dejó de ser operativo. Se habían multiplicado tanto los altos empleos que era difícil distinguir en las alturas quiénes eran los dominantes, quiénes los dominados. Las modas y corrientes del espíritu ayudaron a arrinconar el concepto: esto era ya una sociedad moderna y un Estado democrático; si acaso, había elites, pero clases, dominantes o no, lo que se dice clases sociales, eso había dejado de existir.

Pero he aquí que, de pronto, la esencia de aquella clase, la residenciada en Neguri, discreta ella en sus palacetes victorianos, orgullosa de sus raíces, distinguida en su porte británico, educada en Deusto, con un congénito dominio de la banca y del manejo del dinero, sale a la superficie flotando en un paraíso fiscal. Son infinitamente más ricos que sus ancestros: por asistir, sólo por asistir, sin necesidad de abrir la boca, a las reuniones de un solo consejo de administración de los muchos en los que sientan sus gloriosas posaderas, se embolsan cada año 85 millones de pesetas de las de antes; sólo por retirarse con unos meses de antelación a la fecha prevista reciben un puñado de millones (de 18 a 42) de euros de los de ahora.

La clase dominante estaba integrada, en el lenguaje de aquella Compañía de Jesús que le sirvió de lecho formativo, por los selectos llamados a dirigir la sociedad. Entre los títulos de esa dirección contaba, en primerísimo lugar, el ejemplo. Los selectos debían ser ejemplares, en su conducta privada, desde luego, pero sobre todo en su ejecutoria pública: de ellos dependía la moral social. Imposible pensar en una sociedad moralizada si sus selectos no son ejemplares. Por dos razones: primera, porque no hay sociedad organizada sin una minoría selecta dispuesta a cumplir el papel que la providencia y el orden natural de las cosas le ha encomendado; segunda, porque ellos son como el espejo en que la clase media se mira: una sociedad bien ordenada requiere una amplia clase media decidida a seguir el ejemplo de sus superiores con la expectativa de incorporar a sus miembros, uno a uno, en sus filas.

Y resulta que aquellos selectos, no satisfechos con sus rutinarios ingresos, se han pillado las manos con unos fondos de pensiones que son, en relación con sus fortunas, como el chocolate del loro. Un comportamiento impropio de su esmerada educación por el que han debido pagar un altísimo precio ante los representates más cualificados de la clase media, sufrida ayer, hoy titular de los poderes del Estado. El Gobierno, que es la máxima conquista de esta clase venida a más, no ha perdido el tiempo: todos fuera. Lo cual quiere decir que el núcleo duro del poder político se queda con el Banco en cuestión. Ya controlaba Telefónica, y Endesa, y Repsol y televisiones y periódicos más o menos serviles; le quedaba un gran banco para culminar su segunda transición; en realidad, su revolución. No asistimos a la toma del Palacio de Invierno, pero ¿no evoca la toma del BBV por A la caída de un imperio? Una revolución, mira por donde, sólo que la clase obrera ni sus sindicatos han dicho ni pío; aquí la revolución, o sea, la conquista de todo el poder, la hace el Gobierno, que con sus célebres golden share va clavando sus picas en las más encumbradas almenas.

Y la verdad, como en todas las revoluciones, no se sabe qué lamentar más: que la vieja clase dominante se hunda o que todo se convierta en botín de un poder político / económico / mediático concentrado ya e inexpugnable.

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