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Columna
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Ilegalización

La iniciativa pactada entre PP y PSOE de sustituir la brevísima Ley de Partidos del 78 -por lo que se ve no expresamente dirigida a mejorar, completar y concretar el mandato constitucional de que los partidos políticos han de respetar la Constitución y la ley en el ejercicio libre de su actividad (art. 6 CE)-, se ha visto, si no rota, ensombrecida por la división que se acaba de producir en el seno del CGPJ al enfrentarse dos dictámenes contradictorios en lo sustancial que han abocado a un informe votado por la mitad de los consejeros más su presidente (los que lo son a propuesta del Gobierno).

Reducir la puesta en marcha de una necesaria y clarificadora Ley de Partidos a la confesada intención de facultar un inmediato proceso de ilegalización de una coalición de grupos partidarios de la independencia de Euskalherria (la Comunidad Autónoma de Euskadi, la de Navarra y los territorios vascos dentro del Estado Francés), a cuenta de que los jueces han puesto de manifiesto con reiteración que entre esa coalición y ETA hay relación, pruebas de coordinación concretas, ósmosis entre militantes y confusión organizativa y práctica ha hecho saltar los pilotos de las garantías constitucionales a la hora de darle el correspondiente trámite parlamentario.

Que la ley pretenda otorgar, entre otros supuestos, la iniciativa de la ilegalización de aquella coalición o de otras que cumplan el tipo punible que la propia ley no acierta a definir y concretar (hay demasiada ambigüedad en el art. 8, aunque no tanta como en el texto constitucional) a un mínimo de 50 parlamentarios ha levantado ácidas críticas entre los sectores más proclives al garantismo constitucional, quizás temerosos de que esa iniciativa pudiera utilizarse alegremente para liquidar competidores en el futuro más allá del caso concreto de ese radicalismo de fronteras poco perceptibles con ETA, que es lo que antes se llamó HB, después EH, hoy Batasuna, y, mañana, cualquier otra sigla al alcance. Sin embargo, esa reticencia parece excesiva, pues se trata, simplemente, de una facultad de iniciativa y no de una competencia resolutiva, puesto que, si no cambia la ley, lo previsto es que una Sala Especial del TS (que tampoco parece la idónea) se encargue de la decisión, sin apelación posible (otro handicap). Lo que a mi juicio parece más preocupante es que la Ley de Partidos quiera ser una ley punitiva, una addenda anómala del Código Penal, o una impropia ley de protección de la democracia, en la medida que el objetivo declarado de la ilegalización de un partido político está directamente conectado con la evidente y sustancial intencionalidad de éste de destruir el sistema democrático, y que esa ilegalización pueda producirse en base a la aplicación del principio de retroactividad, vulnerando así la propia CE.

Pedir la ilegalización de una sigla nueva porque algunos (¿y si son nuevos?) de los firmantes de su solicitud en el Registro de Partidos pertenecían a otra organización que a su vez se presume ilegalizable no es sólo una invitación a hacer el ridículo sino una falta de imaginación tremenda para encontrar solución al asunto fundamental: una ley de defensa de la democracia en lugar de una poco operativa ley antiterrorista; un verdadero apoderamiento a la jurisdicción ordinaria para juzgar las conductas penales; y, finalmente, una ley de partidos políticos moderna y protectora de la prescrita democracia interna que en la práctica tanto deja que desear.

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