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Columna
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Ilegalización

Enrique Gil Calvo

Cuando se cumplen 25 años de aquel paso del Rubicón de nuestra naciente democracia que fue la legalización del Partido Comunista, el Gobierno actual, pretendiendo consolidarla, amenaza con imponer con su mayoría absoluta una medida tan involucionista y restrictiva como es la ilegalización de Batasuna. Para ello se suma al maremoto de unilateralismo rampante que, con epicentro en el 11 de septiembre, está barriendo el planeta con las políticas de fuerza impuestas por Estados Unidos en su cruzada antiterrorista. Y como el procónsul Aznar no quiere ser menos, también él se cree con derecho a imponer por la fuerza su trágala unilateral.

¿Quién osaría decir no? Cuando sólo el criminal de guerra Sharon se atreve a decir no al emperador republicano Bush, y cuando la entera Unión Europea resulta incapaz de decir no a Israel o a Washington, tampoco la opinión pública ni, por desgracia, la judicatura española se atreverán a decirle a Aznar que no. Y mucho menos la actual cúpula socialista, agarrotada como se siente por su complejo escénico de inferioridad política. Tanto es así, que se echan de menos voces como aquellas de la transición que cantaban el Diguem no.

Lo que se debe hacer con Batasuna es aplicar el Código Penal a todos sus miembros con el más severo rigor. Y lo que no se debe hacer es ilegalizarla modificando la vigente Ley de Partidos con tan imprudente como inoportuna irresponsabilidad. Justo ahora, cuando sus electores comenzaban a retirarles el voto, va el Gobierno y les echa un capote, persiguiéndoles con juicios ideológicos de intencionalidad política. De esta forma resulta segura la reproducción del separatismo violento, que por miopía gubernamental se volverá a cargar de razón. Pero ya se sabe: fiat iustitia et pereat mundi. Pues bien, digamos no: semejante imposición no parece justa.

Se mire como se quiera, la chapucera ley que preparan representa un recorte objetivo de los derechos políticos. Y esto resulta anticonstitucional, pues vulnera tanto el derecho de participación y representación como el de sufragio activo y pasivo. Es verdad que, como la independencia del Poder Judicial es en España una ficción, los tribunales Supremo y Constitucional dirán probablemente amén sin rechistar. Pero también resulta casi seguro que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al que recurrirán los astutos juristas de Batasuna, anulará esta ley anticonstitucional. Pero semejante defecto de forma no parece lo peor, pues resulta más grave su naturaleza puramente instrumental. Esta ley no es más que un ilegítimo atajo jurídico para perseguir políticamente al nacionalismo radical. Y, salvadas todas las evidentes distancias, me viene a la mente su analogía con los GAL, dado el paralelo rodeo del Estado de derecho (aunque esta vez el torpe apaño resulte afortunadamente incruento).

Pero contemplemos el asunto a distancia, evaluando esta ley por su contribución al desarrollo del sistema político español. Pues bien, en este sentido no cabe duda de que estamos ante una involución. Esta ley sólo contribuirá a una mayor concentración del poder político, que ya de por sí resulta hoy excluyente y oligopólico, en lugar de conducir hacia su mejor distribución. Es verdad que hacía falta reformar la vigente y restrictiva Ley de Partidos, que con su modelo de financiación y sus listas bloqueadas otorga un poder opaco y sin control al líder y a las cúpulas partidarias. A lo que se añade el sistema electoral, que penaliza a los partidos minoritarios. Semejantes defectos necesitan corregirse para mejorar la calidad de nuestra democracia, pero, por desgracia, esta ley sólo promete empeorarla.

Entonces, ¿a qué viene la intempestiva precipitación con que se pretende aprobarla? Tienen prisa porque se trata del testamento político de Aznar, cuyo legado más parece un desaguisado, pues, no contento con degradar la prensa e intervenir el mercado, ahora pretende trucar el sistema de representación democrática. Diguem no.

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