Vidal
No soy un gran entusiasta de los toros -ni siquiera un gran detractor-, sin embargo, como a muchos otros, me apasionaron las crónicas taurinas de Joaquín Vidal, cuya literatura siempre excedió lo que ocurría en unas plazas en las que, por usar su diagnóstico, había más público que afición, pegapases y toros inválidos. Aunque eso era lo de menos, puesto que lo importante era su relato incrédulo y certero de ese martirio colorista bendecido por la Iglesia y el Estado, que parecía extasiar sólo a invitados de diputación con la panza llena de marisco y los ojos encendidos de orujo. Y ése fue también su gran mérito: hacer una metafísica crítica con esa matanza inútil cuya liturgia se confunde con la esencia de la patria. A Joaquín le tocó dignificar tras el derrumbe de la dictadura una ceremonia sangrienta indisociable de una época de tiranía que se extinguía, y que a todas luces se iba a agotar con Franco. Aunque no fue así, sus crónicas fueron la única belleza que se pudo extraer de ese descalabro ibérico vespertino, en cuya apoteosis los toros se caían, las vacas se volvían locas y España se concentraba en el paquete de unos diestros cuya bragueta era descodificada a medianoche en televisión. Por eso ahora que el maestro no ha podido hacerle el bú al cáncer y le ha llegado la suerte suprema a destiempo, lo que ocurra en esas plazas ya no se diferencia de lo que sucede en los mataderos. Ya sólo se trata de un estrago antropológico para turistas, aunque los que se reparten las entradas gratis se empeñen en solemnizarlo. También, como tantos otros compañeros, me acostumbré a su potente presencia en la redacción durante las corridas de Fallas y la Feria de Julio, y a sus irrupciones a media tarde con cara de necesitar un Almax para poder digerir el timo de esa carnicería simbolista tras el paseíllo de subsecretarios con calcetines de rombos y ex ministros con chupa de cuero. Y cómo no, a su olor de Ducados, a su vozarrón de tormenta cantábrica enraízada en Vinaròs, a su inequívoco brío viril y a su solvente ironía. Y ése, mientras estamos a verlas venir hasta que nos metan el puyazo la carioca, fue un gran regalo.
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