Un magnífico bicho raro francés
Es François Dupeyron un cineasta raro, dueño de una manera de mirar, artesano concienzudo y con fuerte voluntad de estilo, situado en cuanto artista fuera de lo que se lleva. El notable salto adelante de su corta carrera, desde sus comienzos como documentalista, donde alcanzó una maestría indudable y que se percibe en sus dos únicos largometrajes, hasta la desmelenada ficción de su primera película larga -híbrida de documento rural y de tragedia naturalista llena de aliento lírico- de Qué es la vida, con la que ganó en 1998 la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián; y el ambicioso vuelo lírico y épico que emprende ahora en El pabellón de los oficiales, es quizás una derivación natural de la etapa expansiva que está viviendo el cine francés desde la última década del siglo pasado, y que, por simple ensanchamiento de los bordes de su producción, ha dado lugar a algunas figuras de cineastas atípicos, a mitad de camino entre el buscador de cine personal (o autor) típico de las tradiciones segregadas por la nueva ola de los años cincuenta-sesenta y el artesano de las llamadas 'películas de calidad' de la segunda posguerra mundial, que fueron tan combatidas por los pioneros (Truffaut, Godard, Rivette, Chabrol) de aquella nueva ola. Y Dupeyron parece empeñado en superar aquel célebre antagonismo y, a tenor de la convicción que ha puesto dentro de sus películas, puede conseguirlo.
El PABELLÓN DE LOS OFICIALES
Dirección y guión: François Dupeyron. Intérpretes: Eric Caravaca, Denys Podalydes, Grégori Dérangere, Sabine Azema, Isabelle Renaud, Geraldine Pailhas.Género: drama. Francia, 2001. Duración: 153 minutos.
Así situado su director, se entienden algunas acusadas peculiaridades de El pabellón de los oficiales, filme de época, asunto histórico extraído de una novela que nos sumerge por la puerta trasera en la Francia de la Gran Guerra y, dentro de aquella vorágine, en la paz del lazareto moral y mental de un sanatorio de campaña, en el que brota el relato de un amor que saca al espectador fuera de toda referencia temporal y de toda coordenada cotidiana, para hacerle experimentar las raíces de la historia contemporánea de Europa desde una de sus trastiendas. El resultado es brillante, una excelente prolongación, con otros medios, de la pasión derrochada por Dupeyron en Qué es la vida, y que le define como cineasta ajeno al redil, un magnífico bicho raro del que habrá que rastrear huellas futuras.
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