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Columna
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La tragedia y sus reglas

Me revuelvo inquieto ante el televisor mientras observo atónito las imágenes de la ocupación israelí de Belén, de Nablus, de Ramala... Veo las caras de rabia y de dolor de la gente que lleva en volandas los cadáveres camino de un entierro fugaz antes de que vuelva el toque de queda. Pienso en el dolor que sentirán mañana los familiares y amigos de las víctimas que produzca el siguiente hombre-bomba que se inmole en Jerusalén o en Tel Aviv. Y en las que al día siguiente producirán como represalia los tanques israelíes en los miserables poblados de Gaza o Cisjordania. Y en los niños que entonces jurarán vengarse renunciando a ser mayores...

Asisto entre atónito e indignado al drama del pueblo palestino, intentando no olvidar el de los israelíes cuyos familiares mueren destrozados por las bombas. Trato de entender la macabra lógica de un conflicto en el que sólo hay perdedores, por más que la prepotencia de los soldados israelíes desde lo alto de sus tanques pueda proporcionarles cierta sensación de vencedores, la misma que tienen todos los verdugos cuando mandan a sus víctimas a la muerte. Espero con impaciencia alguna actuación efectiva de eso que eufemísticamente se llama la comunidad internacional, pero sólo llegan vacías declaraciones y referencias a unas resoluciones de Naciones Unidas que el Gobierno hebreo nunca ha querido cumplir, sin que nadie por otra parte le haya obligado a hacerlo.

Pareciera que asistimos, entre perplejos e impotentes, a un guión preestablecido

Hurgando en las raíces del conflicto releo los textos que, al final de la década de los ochenta, escribieron respectivamente Ibrahim Souss, entonces representante de la OLP en Francia, y Elie Barnavi, profesor de la Universidad de Tel Aviv, titulados respectivamente Carta a un amigo judío y Carta de un amigo israelí al amigo palestino. En ellos se pretendía racionalizar el problema que enfrenta a ambos pueblos sin eludir la crítica dura y descarnada al adversario, pero intentando proyectar una mirada nada complaciente sobre la propia trayectoria; tratando de indagar en la parte de justicia de las respectivas posiciones, pero sin obviar el reproche -a veces despiadado- hacia las actitudes del otro. Recogía Barnavi en su texto un pasaje del periodista Guy Sitbon quien en Le Nouvel Observateur explicaba la resistencia palestina y la represión israelí con una frase llena de resignación, o acaso de cinismo: 'La tragedia tiene sus reglas'.

Y es que, en efecto, pareciera que asistimos, entre perplejos e impotentes, a un guión preestablecido, cuyas pautas han sido ya decididas y cuyo desenlace avanza de modo inexorable, ajeno a la tragedia que viven los seres humanos que lo protagonizan. Durante las últimas semanas, destacados representantes y portavoces del Gobierno israelí vienen insistiendo en que para que haya una paz negociada deberá previamente haberse producido la derrota total de la resistencia palestina. Ésas y no otras parecen ser las reglas de esta tragedia, reglas ya decididas por Sharon y que supongo contarán con el visto bueno del candidato a Nobel de la Paz George Bush, a quien se nos muestra estos días llevando con la correa a un simpático perrito, tal vez para mostrar el lado bondadoso del todopoderoso dirigente de la cruzada del bien contra el mal que en estas horas sufre el pueblo palestino.

Puede parecer disparatado pensar que la feroz represión de estos días vaya a acabar con el problema en lugar de agravarlo, pero la llamada 'comunidad internacional' sigue -o seguimos- a la expectativa, esperando que algo o alguien actúe devolviéndonos la confianza en el género humano. No sé si alguna vez me he sentido tan alejado de nuestros gobernantes -de aquí, de allá, de Europa, y del mundo- pero, por el contrario, en pocas ocasiones me habré sentido mejor representado que ahora por ese grupo de personas decentes, entre las que está mi amigo Paul Nicholson, que tratan de impedir, exponiendo su propia vida, que se consume la destrucción de la autoridad elegida por los palestinos; que intentan evitar que la tragedia imponga sus reglas.

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