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Columna
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Las aceras

Desde que me trasladé al norte de Madrid tengo dificultades para salir de casa. Se trata de un problema de adaptación al medio. Mis vecinos me aconsejan instalar dobles ventanas y no abrirlas aunque me asfixie. En estas tardes de primavera fermentada cuesta encerrarse en un piso sin aire acondicionado. Pero mi entorno me incita a protegerme: hasta mi azotea asciende el tumulto de los motores, y ni siquiera en la madrugada se apacigua la M-30. Quizá por eso elegí esta zona de la velocidad consentida. Me encanta residir en una urbanización donde la riqueza se emplea en ahorrar minutos: cada familia posee varios automóviles, al menos dos bicicletas de montaña, y si el adolescente se empeña, moto. Incluso el bebé cuenta con un cochecito que empuja su mamá, calzada en patines. Algo excitante para quien procede, como yo, de un barrio céntrico donde la gente llega andando al súper o al chiringuito, ninguno muestra prisa y sólo en caso de necesidad llaman a un taxi.

En mi nuevo espacio todo va sobre ruedas -y les ruego capten el doble sentido-. Dicen mis vecinos que este norte madrileño de Sinesio Delgado, avenida de la Ilustración y carretera de la Playa recuerda a Los Ángeles, esa reserva yanqui donde se conceden los Oscar. Acaso por no estar acostumbrado a los coches pienso que he venido al reino de la circulación sin trabas donde nadie aparca en doble fila para comprar el periódico, desembarcar a la abuelita o echar unas risas. El sueño de una carretera sin semáforos ni pasos de cebra supone molestias a los viandantes, pero también la ventaja de que, como afirman los expertos, no se forman atascos.

Sudando como un pollo tras mi doble ventana contemplo el tráfico de coches. Se ignora dónde inician el trayecto y si alguna vez lo terminan. La cinta rodante de esta M-30 continúa por la M-40 y la M-45 y la M-50... ¡Un cíngulo de autopistas abraza al castillo famoso y las autoridades prometen más carriles de circunvalación! Su previsión quizá me recluya para siempre entre estas cuatro paredes hipotecadas. Pero la imposibilidad de cruzar la calle me salvará de un atropello y ante esta garantía de futuro decido invertir mi dinero en obras públicas. La certeza de que Dios es constructor elimina mis objeciones a esta cadena perpetua. En mi antiguo barrio, cuando quería ver árboles iba al Retiro. Ahora los veo en Telemadrid y no noto diferencia.

Estos coches que jamás se detienen llevan chófer permanente o full time, como dicen los pijos. Hace años, nuestros parados rechazaban un oficio tan esclavo, más propio de chinorris o de la Cabaña del Tío Tom, pero desde que somos ricos y hemos visto las orejas al lobo, hay bofetadas para el puesto: en efecto, ese chófer, como nunca se apea del vehículo, no corre los riesgos del pasajero. ¿Hay algo mejor en estos tiempos que una colocación que no te mate? ¿Qué más se le puede pedir a un trabajo? Desde mi ventana compadezco a los que saltan del coche en marcha y deben sortear automóviles, bicis y motos para reunirse en el hogar con los suyos. Algunas mujeres les facilitan el tránsito: desde su altura lanzan una cesta atada a una cuerda, los recogen como a peces y los suben hasta el piso. Un ejercicio más limpio y seguro que pasear.

Lo comprobé el otro día, porque un ciclista no me arrolló de milagro. Vestía a la moda del Tour, con maillot, casco de pepino y bozal contra los malos humos. 'Mira por dónde vas', me recriminó, como a los paletos. Yo iba por la acera, esa franja de baldosas por la que caminan en mi antiguo barrio los que no utilizan transporte. Pero en esta parte de Madrid, como los autos llenan las calzadas, los demás vehículos han tomado las aceras. Esto creo que lo prohíbe el código, pero ¿quién se expone a un revolcón por impedirlo? Al principio los peatones protestaban de que ocuparan su terreno esos ciclistas ecológicos, esos motoristas arrebatadores. Ahora aceptan la ley de la selva, fundamentalmente por no jugarse la piel.

Peor suerte aguarda a los tacatacas, ese miriñaque con el que recorren distancias las víctimas de accidentes vasculares. Estos aparatos cumplen los requisitos para discurrir por la acera ya que los impulsan ruedecitas, pero su desventaja respecto a ciclistas y motoristas es patente. Ayer bajo mi ventana se cargaron a uno. El conductor que lo mató debió confundirlo con un peatón.

Hoy todos echan la culpa al muerto, que no supo adaptarse. Porque, con la tensión por las nubes, ¿cómo se atreve a pisar la calle en esta primavera fogosa?

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