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Columna
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Burbuja

De repente, aquel verano de los años sesenta llegó al pueblo el sobrino de Manuel Benitez El Cordobés. Y éste, a diferencia de la visita del gobernador civil, que había venido en un Seat 1500, sí fue un acontecimiento de primera magnitud muy celebrado sobre el mármol del casino. Venía a pasar una temporada en casa de un devoto de su tío con ademanes de abuela llamado Salvaoret, que había levantado un museo almodovariano en la trastienda de su ultramarino bajo la advocación del torero. Allí, entre alguna cabeza disecada de toro, monteras, estoques y varios pares de banderillas, había un maniquí con medias rosa chicle y un traje de luces que le había regalado El Cordobés. Yo había ido a verlo con mi amiguito Enrique Benavent, que todavía no había ingresado en el seminario pero ya razonaba como un cura inteligente. Aquella reliquia ibérica se nos antojaba que deslumbraba como la Vía Láctea y estaba llena de sugerencias. Entonces yo todavía no sabía que el gran reto de este torero rudo, como desafío al hambre que había pasado, era triunfar para poder comprarse un Mercedes 300 y llenar el maletero de galletas Marías a granel. Sin embargo, la visita de su sobrino había llenado una burbuja de euforia y Quatretonda iba por su interior con la directa metida, como un Mercedes 300 con el maletero lleno de galletas Marías. Se palpaba que los millones de su tío iban a irrumpir y que el pueblo estaba a punto de salir en el No Do. Pero aquel muchacho, que pasó un verano maravilloso porque todas las chicas querían ser su novia, se fue por donde vino y nunca más se supo. Poco a poco el globo se fue deshinchando, aunque aquella onda expansiva todavía perdura en el fondo de algunos cerebros. Quizá muriera empitonado por una jeringuilla de heroína o se haya convertido en un tratante de ganado y en un momento flojo le haya puesto el nombre del pueblo a una res para rescatar de su interior aquella burbuja que llegó a engullir el universo local. O ni lo uno ni lo otro.

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