Las hechuras de un héroe
Las autoridades literarias y los planes de educación han logrado hasta tal punto convencernos de que los clásicos son un peñazo que si, de pronto, te descubres desternillándote con la Ilíada o excitándote libidinosamente con Tirant lo Blanc te dan ganas de escribir una carta de despedida a los seres queridos para, acto seguido, ir a entregarte al manicomio. Yo le hinqué el diente al Poema de Gilgamesh con la sensación de que sería un mamotreto impenetrable y, mira tú por donde, me dieron las tantas sin levantar la vista del libro.
Claro que al bueno de George Smith le ocurrió lo mismo. Y eso que este caballero británico, que trabajaba en la sección egipcio-asiria del British Museum, distaba mucho de poseer mi fina sensibilidad literaria. Pero cuando, en 1872, tuvo el privilegio de ser el primero en descifrar las tablillas cuneiformes mandadas por Hormuz Rassam desde las excavaciones de Nínive, a Smith se le aceleró el corazón y tuvo que hacerse una tila. Y, encima, cuando más subyugado estaba con las aventuras de este héroe sumerio, se le acabaron las tablillas en mitad del fascinante relato de un diluvio igualito al de la Biblia. En lugar de perder el tiempo profiriendo improductivos improperios, Smith se fue a contarlo a la Sociedad Inglesa de Arqueología Bíblica. Y la conmoción que causó fue tal que aquella temporada en los medios intelectuales y científicos sólo se hablaba de ese relato del diluvio, muy parecido al de la Biblia, pero bastante anterior. Luego, Smith consiguió que el Daily Telegraph aflojara 1.000 guineas para sufragar su búsqueda del resto de la epopeya y se largó a Mesopotamia. A punto estuvo de sufrir un síncope al ver la montaña de escombros en la que tenía que hurgar; pero, en uno de esos golpes de fortuna típicos de los novatos, encontró las tablillas que faltaban casi sin mancharse de polvo.
El 'Poema de Gilgamesh' no es un mamotreto impenetrable, sino una obra muy interesante. Una nueva versión castellana está en marcha
Con el tiempo, además de las tablillas halladas por Smith, multitud de versiones del poema han aparecido a lo largo y ancho del Próximo Oriente, desde Palestina a Hattusas (Bogaz Köy, Anatolia), la capital de los hititas, lo que demuestra que el Poema de Gilgamesh bien pudo ser el primer best seller de la historia. Gentes dignas de crédito sostienen incluso que existe una versión en hurrita.
Pero ¿quién diablos era ese Gilgamesh? El otro día, Joaquín Sanmartín, asiriólogo y director del Instituto del Próximo Oriente Antiguo, respondía a esa pregunta en una charla en la Fundación Caixa Sabadell. 'Gilgamesh, que con 4.000 años de vigencia es una de las personalidades literarias que gozan de una carrera más larga, reinaba en la ciudad sumeria de Uruk y era un morlaco peleón o, si lo prefieren, un héroe. ¿Y qué es un héroe? Pues un tío cachas, con unas medidas impresionantes (en este caso, once codos de altura, nueve palmos de anchura pectoral y tres palmos de miembro viril) y carácter belicoso, aunque su especialidad es el combate singular, todo lo contrario de esos tipejos que se cargan a un árabe entre 15 a la salida de la discoteca. Y además es un personaje que se mueve a gusto en territorio adverso. O sea: que le gusta ganar fuera de casa'.
Tras esta deliciosa definición del concepto de héroe, he aquí una breve sinopsis de la historia: al principio del poema, Gilgamesh es un déspota insufrible, violento y sexualmente insaciable, que se pasa por la piedra a toda la juventud de su ciudad, sin discriminación de género. Para frenarlo, los dioses fabrican a otro tío cachas llamado Enkidu; pero, en mitad de la pelea, ambos se hacen tan amigos como Aquiles y Patroclo y la amistad humaniza a Gilgamesh. Como Aquiles, Gilgamesh pierde a su amigo después de un sinfín de peripecias juntos y, en medio del dolor, cae en la cuenta de que él también morirá algún día. Guiado por el afán de vencer la muerte, Gilgamesh inicia un viaje sembrado de peligros para que Uta-napishtim, un tipo famoso por haber sobrevivido a un diluvio y por haber alcanzado la inmortalidad, le dé la receta de la vida eterna. Pero Uta-napishtim le dice que no tiene el secreto de la inmortalidad y, como premio de consolación, le da una especie de hierbajo reafirmante-antiarrugas-antiestrés capaz de alargar la vida dos trimestres, que Gilgamesh pierde por el camino, de modo que el final del poema es muy negativo: perdida toda esperanza de vencer la muerte, la ciudad de Uruk llora, fin de la sinopsis.
Traducir este poema, originariamente una serie de episodios sumerios sueltos con los que los acadios hicieron un primer recosido en el siglo XVIII antes de Cristo y del que un escriba babilonio llamado Sin-leqe-unnini (Luna, acepta mi clamor) hizo, en el siglo XI antes de Cristo, lo que hoy se considera la versión canónica, es una hazaña que ríanse ustedes de las de su protagonista. Tal vez por eso hasta ahora no contábamos con más versiones acreditadas en castellano que la de Jorge Silva (editado por El Colegio de México). Sin embargo, hace tres años Sanmartín decidió traducirla y se sumergió en el caótico puzzle del Gilgamesh: 180 fragmentos sueltos, que forman 140 conjuntos, que a su vez corresponden a 73 tablillas diferentes y que, como el sagaz lector sin duda ha adivinado, no están en el mismo cajón, sino diseminados entre el Staatliches Museum de Berlín y el British, o sea, un trabajo de locos que verá la luz este año (coedición de Editorial Trotta y de Edicions de la Universitat de Barcelona). 'La versión de Silva es muy buena desde el punto de vista literario, pero yo quería hacer una versión con más base científica y una orientación más diacrónica', me cuenta este hombre que sueña desquitarse, cuando se jubile, escribiendo novelas policiacas con asunto asiriológico.
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