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TRIBUNA SANITARIA
Columna
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La oración como intervención sanitaria

Pensando en Robinsón Jaramillo, de once años, que para vivir vende oraciones en un cruce de calles de Medellín.

Algunos creyentes se enfrentan a los problemas de su salud con el concurso complementario de la providencia, de manera que soportan mejor los padecimientos y, en ocasiones, se recuperan antes o sufren menos complicaciones que las personas que no atribuyen un papel activo a la divinidad en los asuntos coditianos.

Francis Galton, primo de Charles Darwin y eminente estadístico, consideraba que la ciencia era capaz de demostrar la presencia de eventuales influencias divinas sobre la salud, por lo que en 1872 comparó la salud de quienes rezaban y de los que no. Al no encontrar diferencias, llegó a la confortable conclusión -en una época de mecanicismo positivista- de que no se producía tal influencia.

Hay que poner en duda el rigor metodológico de las investigaciones publicadas sobre los efectos de los rezos

Sin embargo, en la mayoría de sociedades humanas muchas personas siguen rogando por su salud y tienen la impresión de que tal proceder les resulta beneficioso. El fenómeno es comprensible si tenemos en cuenta que la esperanza ejerce una influencia positiva sobre el bienestar. Naturalmente, esta explicación soslaya la cuestión de si, además de la propia percepción, existe un elemento externo que la justifique. Independientemente de un dios benefactor, una fuerte convicción provocaría por sí misma consecuencias sobre el estado de ánimo y la resistencia fisiológica.

Por ello, la curiosidad humana, aliada tal vez con el deseo de comprobar la existencia de Dios que muchos anhelan, se ha empeñado en idear procedimientos con los que controlar la influencia de la sugestión, lo que, entre paréntesis, colmaría de satisfacción a espíritus como los de santo Tomás, el escéptico apóstol, o el de Aquino, racionalista escolástico.

En 1988, Randolph Bird, un cardiólogo de San Francisco, logró demostrar diferencias en algunas variables al estudiar a cerca de 400 pacientes ingresados en la unidad coronaria del Hospital General.

Tras distribuirlos al azar en dos grupos, encargó a voluntarios religiosos que rezaran por uno de ellos, sin que ninguno de los enfermos ni tampoco los médicos que los atendían supieran cuál había sido el grupo elegido. Las plegarias pedían una pronta recuperación y evitar las complicaciones. El autor concluyó que las plegarias de los rogantes intercesores tuvieron una influencia benéfica, aunque limitada.

La figura del rogante intercesor ha merecido el interés de otros autores, de manera que en 1998 una revisión de un grupo Cochrane de Oxford seleccionó siete trabajos al respecto (los grupos Cochrane se dedican al análisis crítico de la evidencia proporcionada por las investigaciones que estudian el efecto de las intervenciones médicas en el contexto de la Medicina Basada en la Evidencia). Y como no llegó a una conclusión definitiva, sugirió la conveniencia de nuevos estudios. En 1999, una nueva investigación sobre unos mil pacientes cardiacos hospitalizados volvió a encontrar una positiva influencia del rezo por intercesión. Los autores, incapaces de explicar el mecanismo de actuación de la plegaria, remarcaban que su hipótesis no se refería a la existencia de Dios, sino simplemente (sic) al efecto de los rezos.

Lo primero que se le ocurre a uno es poner en duda el rigor metodológico de las investigaciones publicadas y buscar errores y sesgos que den razón de tan sorprendentes resultados. Las revistas someten los originales a una revisión previa, de manera que al menos han pasado una primera criba; es de esperar que más exigente que las habituales, dados sus excepcionales propósitos y hallazgos.

Llama la atención, no obstante, que las investigaciones no tuvieran en cuenta la proporción de creyentes en los grupos comparados. Si, por azar, el grupo objeto de las plegarias tuviera más fieles, se podría aducir la sugestión como culpable. Por otro lado, ninguna diferencia estadísticamente significativa garantiza su real existencia; lo que nos dice es la magnitud del error al que nos exponemos si la aceptamos. Así pues, los hallazgos bien pueden ser consecuencia de sesgos y casualidades, con lo que, hasta el momento al menos, el actual paradigma científico no ha sido violentado.

Un artículo de Leonard Leivovici, del centro médico rabínico de Petah-Tiqva en Israel, publicado en el último número de Navidad por el British Medical Journal -que tradicionalmente acoge en el último número del año una miscelánea de estudios extravagantes y humorísticos-, añade unas gotas de ironía. En julio del año 2000, el autor afirma haber seleccionado casi 3.400 casos de infecciones sanguíneas registrados desde 1990 hasta 1996; tras distribuirlos al azar en dos grupos, le pidió a una persona que dijera una breve oración por el bienestar y la completa recuperación de uno de los grupos.

Al medir la mortalidad y la duración de la hospitalización, comprobó que el grupo que obtuvo la intercesión tenía unos resultados significativamente mejores, a pesar de que la intervención se produjo entre cuatro y diez años después de la infección. Leivovici ironizaba que la relación temporal según la cual la causa precede al efecto no tiene por qué operar en una dimensión divina.

Es convención generalmente aceptada la conveniencia de mantener separadas la ciencia y la fe, puesto que se trata de caminos alternativos de acceso al conocimiento. Así, los científicos creyentes suelen prescindir de sus creencias o de sus experiencias místicas o artísticas cuando intentan poner a prueba sus hipótesis. Sin embargo, la fascinación por lo desconocido, la inclinación a lo sobrenatural o tal vez el deseo de contar con ayudas extraordinarias vuelve a poner sobre el tapete el viejo sueño de Galton, aunque esta vez sea desde el prejuicio opuesto.

No tengo empacho en declarar, sin más ánimo que evitar malentendidos, mi convencimiento de que Dios es una creación, prodigiosa eso sí, de la humanidad, como también lo es la búsqueda de una supuesta influencia benéfica que debe ser solicitada para que se produzca. Prefiero, pues, la actitud de quienes, aun siendo creyentes, dan al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios. Ya que, en el caso de que las investigaciones comentadas no fueran erróneas, sus hallazgos resultan incomprensibles, de manera que no son una justificación razonable para incorporar las oraciones de intermediarios como una intervención sanitaria eficaz. Lo cual hace pensar en las decisiones que se adoptan sin disponer de explicaciones suficientes, o incluso en el efecto placebo, pero ésa es cuestión para tratar en otro momento. Baste hoy recordar el castizo a Dios rogando y con el mazo dando.

Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona.

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