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Tribuna:DEBATE | La excepción cultural
Tribuna
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En la bolera del firmamento

En las primeras fases del sistema solar se produjeron numerosas colisiones devastadoras entre cometas y cuerpos planetarios. Luego fue a peor. De lo que deduje que Dios no juega a los dados, sino a los bolos. Consecuentemente, el azar y la necesidad es azar y necedad, me dije. Y comprendí de sopetón el poder de la estulticia. Sólo los creados a imagen y semejanza de Dios, véase Bush, resultarán elegidos para ejercer, o detentar, el gobierno de este mundo. Donde la tecnología suplanta a la ciencia y la violencia a la razón, basta cumplir los designios divinos, supuestamente acordes con el acontecer, para liderar el destino de la humanidad, jugando a los bolos con ella y convirtiendo el planeta y sus alrededores en una gran bolera.

Confinados en foros y simposios o desde el reducto de artículos de opinión, como éste, la voz de los intelectuales es sólo la disonancia del ruido. Se les concede espacio, como muestra de tolerancia o condescendencia, porque se confía en la evanescencia mediática, que anula el criterio y ningunea el contenido. Los comunicadores son los barrenderos de la reflexión y pasan por pensadores cuando reiteran la obviedad. Lo que convierte en obvios a los pensadores que pretenden comunicar, y en bobos gregarios, a los demás. Así, por ejemplo, estar en contra del pensamiento único conlleva el riesgo, si no la trampa, de que ése acabe siendo nuestro único pensamiento.

El imperio se expande derribando por doquier bolos colaterales, pues su mala puntería es proverbial, y su paranoia, galopante. No utiliza sólo misiles inteligentes, sino también películas. Y no necesariamente tontas. Se comete con frecuencia la simpleza de desacreditarlas globalmente por sus grandes presupuestos o sus efectos especiales, para luego ensalzar las virtudes de nuestro cine o del selecto cine europeo. Ésa es una pueblerina manera de afrontar la mundialización, porque el cine americano, proporcionalmente, sigue haciendo extraordinarias películas, y el cine europeo, dividido por la necesidad de semejanza y el deseo de diferencia, es, hoy por hoy, una entelequia que, sin una lengua común y subtitulado, no acaba de encontrar cauce industrial para plantar cara al invasor. Una invasión que, dicho sea de paso, hace mucho tiempo que se ha perpetrado. Cuando, de niños, exterminábamos indios o matábamos al malo con la desenvoltura y buena conciencia de un Gary Cooper que, doblaje mediante, hablaba nuestro idioma, ya soñábamos con Tejas más que con Roma y con Buffalo Bill más que con Don Quijote. Y el problema, por supuesto, no es sólo europeo. Mi amigo Thulamy, de Soweto, cuyo nombre zulú significa 'no llores más, cocodrilo', me decía: 'Yo aplaudía cuando mataban indios en las películas de John Ford, hasta que me dí cuenta de que los indios era yo'. Pues bien, en la bolera del imperio, los bolos somos nosotros.

La pluralidad cultural se ve amenazada por el control estadounidense de la industria audiovisual y sus circuitos de distribución, a tenor de una concepción cínica, y nada recíproca, del libre mercado. Se nos quiere meter a todos en la misma película, bajo bandera USA. La alarma se ha disparado tarde. Nadie se había tomado demasiado en serio eso de la cultura, y menos aún que el cine pudiera considerarse una manifestación cultural. Sólo Francia, a partir de los noventa, se atrevió a proclamar que la cultura no es un producto comercial y que la imagen y el sonido no es sólo negocio del ocio, sino también expresión de nuestra identidad colectiva e individual, que debemos preservar de la uniformización de las ideas y maneras del modelo americano. Poco importa que lo llamemos 'excepción cultural' o diversidad cultural , como prefieren algunos para maquillar el sesgo proteccionista; Francia no debe quedarse sola en el empeño, o Europa será sólo Francia para los que todavía se empecinen en sostener que el arte y la cultura son algo más que una mercancía. Por otra parte, al desempeñar, no sin cierta fruición, el rol redentor, los franceses tienden a confundir Europa con su sayo y, frecuentemente, las especificidades culturales con el folclore, reservándose siempre los baremos de calidad. Definir y acotar culturas, equiparándolas a la biodiversidad de las especies, tiene sus peligros en tiempos de veloces comunicaciones y contaminaciones, y no necesariamente contribuye a su integración en territorio común. Sólo la mezcla genera convivencia, y las culturas vivas están abocadas al mestizaje, sumando y no escindiendo. Llegar a crear un ámbito europeo donde los derechos prevalezcan sobre los privilegios, en un mundo en el que ya es un privilegio tener derechos, es el desafío. Y en el derecho a soñar nuestros proprios sueños, incluso por Internet, requiera o no 'excepción cultural', radica el secreto de una posible, quizás imposible, identidad europea. De no lograrlo, Europa volverá a ser secuestrada y violada por Zeus, como en la mitología griega, o nos resignaremos a rodar en torno a Júpiter, como ese satélite segundón que descubrió Galileo en la bolera del firmamento y al que premonitoriamente apodó Europa.

Gonzalo Suárez es escritor y director de cine.

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