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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Después del diluvio

Mario Vargas Llosa

En un breve y enjundioso ensayo, 'Tous Américains?', Jean-Marie Colombani, director de Le Monde, analiza el estado político del mundo luego del 11 de septiembre de 2001. Y, luego de constatar los profundos transtornos que las reverberaciones de esa onda sísmica que destruyó las Twin Towers de Manhattan han causado -cambios de alianzas, de antagonismos, de prioridades para los gobiernos y de incertidumbres y temores para las gentes del común-, extrae algunas conclusiones que, curiosamente, lejos de atizar el pesimismo de moda entre los comentaristas, abren más bien algunas puertas para la esperanza sobre el futuro de la humanidad.

Aunque el ensayo examina muchos conflictos y regiones de manera sucinta, sobre dos de ellos, prioritarios, hace un análisis en profundidad, absolutamente persuasivo. El primero, la naturaleza del integrismo islámico encarnado por Osama Bin Laden y su organización terrorista Al Qaeda, al que tipifica como un movimiento conservador, anti-moderno y anti-democrático, comparable al nazismo, cuyas víctimas primeras, dice, son los propios ciudadanos de los países musulmanes. Colombani desactiva con aplastante argumentación las tesis de quienes, en nombre a veces del pacifismo, y, a veces, del respeto a la 'identidad cultural' de los pueblos pobres y atrasados, encuentran atenuantes y hasta justificativos para los actos de terror desatados por el integrismo, señalando que, detrás de estos malabarismos ideológicos, alienta, como inspirador, el más primario anti-norteamericanismo. Con la misma claridad y valentía que escribió el polémico editorial de Le Monde el 11 de septiembre de 2001 -'Todos somos americanos'- sostiene que la naturaleza reaccionaria y fascista del integrismo justifica la adhesión firme de las democracias a la acción internacional que, encabezada por los Estados Unidos, ha conseguido poner fin al régimen talibán en Afganistán y reemplazarlo por una coalición de tendencias y partidos bajo la tutela de la ONU.

No menos transparente y lúcido, pero mucho más polémico que su vivisección del integrismo, es el punto de vista de Colombani sobre el conflicto que desangra el Medio Oriente, y, más precisamente, sobre el Estado de Israel. Luego de inventariar las resistencias y remilgos que en las cancillerías y gobiernos occidentales despertó desde sus orígenes el nacimiento del Estado Judío -la razón esgrimida: ¿se debía poner en peligro la relación de Occidente con el vasto mundo árabe por el minúsculo Israel?-, sostiene que las razones que justificaron el nacimiento de Israel en 1948 siguen siendo ahora tan válidas como entonces. Esto no significa, ni mucho menos, convalidar la brutalidad ni los excesos de la política de Sharon con los palestinos, ni aprobar la multiplicación de colonias israelíes en los territorios ocupados. Por el contrario, a juicio de Colombani, las colonias -punta de lanza del extremismo hebreo- son un obstáculo insalvable para la supervivencia de la democracia israelí. Y absolutamente prescindibles para la supervivencia de un Estado que ha dejado de ser una sociedad agraria y rural y se ha convertido en un país industrial, con empresas de alto rendimiento y sofisticada tecnología, cuyos niveles de vida han crecido hasta acercarse a los de la Unión Europea.

Colombani afirma que la creación de un Estado palestino es indispensable para que llegue a ser una realidad la cohabitación pacífica de ambos pueblos en el Medio Oriente. A su juicio, sólo el funcionamiento de esa sociedad soberana y solvente, que absorba las energías y la imaginación del pueblo palestino, terminará con el irredentismo -el imposible sueño de dar marcha atrás al reloj de la historia a una realidad anterior a 1948- que alimenta la intransigencia y las acciones violentas que hacen imposible el acuerdo con Israel. Su tesis de que este acuerdo, si se concreta, rondará la oferta de Barak que Arafat rechazó en Camp David -devolución del 97% de los territorios ocupados y partición de Jerusalén-, es realista y positivo. Aunque quizás no lo sea tanto su esperanza de que un Estado palestino, laico y democrático, tendría un efecto contagioso en toda la región y serviría de fermento para la democratización de todo el mundo árabe.

Colombani asegura, refutando con vigor las tesis de Samuel Huntington, que la lucha de las civilizaciones es un mito falaz, porque, por ejemplo, el mundo islámico ofrece un espectro muy diverso de realidades políticas, que van desde regímenes democráticos, como Turquía, o que se acercan a la democracia, tal Marruecos y el Líbano, e incluso Irán, donde un vasto movimiento de jóvenes resiste la teocracia fanática de los imanes y ansía la apertura, hasta las dictaduras tipo Siria o Irak. Todo esto es cierto, sin duda. Pero también lo es, creo, que, con la excepción de la muy imperfecta democracia turca, país donde, no hay que olvidarlo, hubo, con Ataturk, un drástico proceso de laicización y liquidación del confesionalismo estatal, todos los otros casos de democratización del mundo árabe son todavía mucho más espejismos que realidades. Aunque sin duda es importante no meter en el mismo saco a gobiernos autoritarios que guardan ciertas formas democráticas como Túnez y Marruecos con satrapías vergonzozas donde se mutila a los ladrones o se lapida a las adúlteras como Arabia Saudita o Sudán, mientras las sociedades musulmanas no experimenten una evolución hacia el laicismo, como el que en las cristianas independizó la religión del Estado, la democratización será siempre muy superficial y precaria.

Sin embargo, ni el integrismo islámico, ni el terror internacionalizado, ni Israel son el verdadero protagonista del ensayo del director de Le Monde. Lo son los Estados Unidos. El libro se abre y se cierra con un inequívoco gesto de solidaridad y simpatía hacia el país víctima de los atentados del 11 de septiembre, algo que no dejará de atraer sobre Jean-Marie Colombani, director, no lo olvidemos, del diario más influyente en el ámbito de una inteligentsia francesa que desde hace ya buen tiempo se caracteriza, como lo recuerda él mismo, por un beligerante anti-norteamericanismo.

Esta solidaridad y simpatía no ahorran, desde luego, las críticas a la sociedad estadounidense, la que, según Colombani, habría decaído en valencias morales y políticas de manera dramática desde los tiempos del New Deal y de Roosevelt, evocados en su libro de manera muy generosa: una era de solidaridad y humanidad que se empobreció y degradó por culpa del neo-liberalismo de los gobiernos Republicanos, de Reagan a Bush.

Jean-Marie Colombani no incurre, al hablar de los Estados Unidos, en los estereotipos que suelen ser frecuentes en muchos intelectuales europeos, ni mucho menos en la arrogancia despectiva con que otros justifican su desdén hacia ese país en el que, a su parecer, el materialismo ávido habría banalizado la cultura. Por el contrario, hay en su libro algunas punzantes recusaciones de ese anti-norteamericanismo basado en el resentimiento, el complejo de inferioridad, o en la nostalgia del comunismo defenestrado, contra el único super-poder que ha quedado en el mundo. Y muchas de sus críticas a la sociedad norteamericana son perfectamente legítimas y necesarias. Como el bárbaro anacronismo que representa la pena de muerte que todavía se practica en muchos estados, el peligro de intolerancia y de violencia implícitas en el fundamentalismo cristiano de ciertos grupos que no vacilan en utilizar el terror en sus campañas 'pro vida', contra las clínicas y médicos que practican el aborto, o la supervivencia de focos urbanos de miseria enquistados en un contorno de riqueza desmesurada. Yo también, como Colombani, creo lamentable que, en estos momentos críticos para la historia del mundo, no haya en la Casa Blanca una personalidad más sólida y visionaria que la del mediocre mandatario actual.

Pero, dicho todo esto, creo que, pese a sus visibles esfuerzos de fair play (de juego limpio) su visión de la sociedad norteamericana no es del todo justa. Su idea de la 'solidaridad', valor humano por excelencia, parece para Colombani algo inseparable de la acción estatal, de los servicios públicos, y por eso ve en el recorte que todos los gobiernos últimos en Estados Unidos han operado de ciertos entes y programas, una merma de la solidaridad y una inflación del egoísmo (del individualismo). Esto implica un parti pris discutible. La solidaridad no pasa necesariamente por la burocracia estatal, y, a menudo, más bien, la burocracia expropia en su provecho buena parte de los recursos que los contribuyentes le confían para el ejercicio de esa 'solidaridad' mandatada. Corresponde a la sociedad civil en su conjunto ejercer aquella solidaridad, y decidir si la mejor manera de hacerlo es mediante los costosos sistemas sociales del Estado protector, a la manera europea, o descentralizar ese ejercicio, asumiéndolo ella en su conjunto, en aquellos órdenes donde la intermediación burocrática (a menudo costosa e ineficaz) es prescindible.

En los Estados Unidos el ejercicio de la solidaridad no es un monopolio estatal. Se practica a través de múltiples agentes de la sociedad civil, empezando por las Iglesias y las organizaciones de base (las grass-roots organizations) pilares de la participación democrática, a través, por ejemplo, del mecenazgo y voluntariado. ¿Cuántos museos, hospitales, orfelinatos, hospicios existen y funcionan bajo el voluntariado en los Estados Unidos? Esa forma de solidaridad suele ser -aunque no sea pública y burocratizada- muy efectiva, como se vio en Inglaterra, un país que, en el siglo XIX, alfabetizó a la sociedad en escuelas financiadas y administradas no por el Estado sino por la sociedad civil. Esto no recusa, desde luego, la necesidad de una acción directamente asumida por el Estado en muchos casos en que la sociedad civil no puede suplirla; sólo cuestiona la idea de que la solidaridad sea, en vez de una obligación moral y un quehacer descentralizado y privatizado, una mera función administrativa.

En Estados Unidos, los altos escalones del poder político dejan a veces mucho que desear y merecen las críticas más duras. Pero, en cambio, la base social sigue siendo democrática, activa, involucrando masivamente a la población en la vida de la comuna, del barrio y a veces de la propia calle. A ese nivel -el de cientos de millones de ciudadanos anónimos- el liberalismo no está reñido con la solidaridad, ni los principios, ni con la humanidad. Y, por el contrario, concilia admirablemente la libertad con un individualismo creador, que estimula la iniciativa y se concreta en una pujante dinámica social. Esa dinámica que ha permitido a Estados Unidos adaptar sus industrias a la revolución informática y a las nuevas tecnologías a una velocidad extraordinaria y ser poco menos que una sociedad de pleno empleo, mientras otras sociedades modernas, por el peso de sus Estados, ven con angustia crecer de manera fatídica sus índices de desocupación.

En su inteligente y estimulante ensayo, lleno de ideas, Jean-Marie Colombani expresa su confianza de que, a partir del 11 de septiembre, Estados Unidos cambie para mejor, asumiendo con más lucidez, responsabilidad y generosidad su papel de gran potencia. Esperemos que sea así. Y, también, que esos cambios, al corregir lo mucho que todavía anda mal allí, no dañen ese espíritu democrático que ha hecho de Estados Unidos -una de las pocas democracias que nunca conoció un régimen dictatorial- la primera sociedad avanzada que, a la vez que progresa, se va convirtiendo en una sociedad multirracial y multicultural, sin que ello provoque allí los traumas que la coexistencia de razas, creencias y culturas diferentes provoca en otras partes.

©Mario Vargas Llosa, 2002. ©Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2002.

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