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Columna
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Serpentinas

Rosa Montero

El domingo vi en EL PAÍS el avance del libro de Huber Matos, uno de los tres comandantes que entraron victoriosos en La Habana el 6 de enero de 1959. Los otros dos eran Camilo Cienfuegos y Fidel Castro. Venía una foto de aquel desfile triunfal: se les veía subidos en un coche, barbudos, en traje de faena, con el cuerpo enroscado de serpentinas festivas. Tan jóvenes, tan felices, tan guapos. Porque eran todos muy guapos, menos, me van a perdonar, el regordete Fidel, que siempre tuvo una indiscutible cara de oveja. Pero los demás guerrilleros parecían salidos de un casting publicitario, tan perfectos estaban en el papel de héroes: Matos, un treintañero de increíbles ojos verdes; Camilo, el benjamín, con apenas 27 años, larguirucho y muy atractivo; por no hablar del imponente Che, que ese día no compartió el coche con ellos.

No pretendo frivolizar una historia que tantos sufrimientos ha causado; tan sólo intento entender por qué el espejismo de la Cuba revolucionaria persistió (y aún persiste) durante tanto tiempo, cuando el horror castrista se hizo evidente desde muy temprano. Aquellos tres jóvenes unidos por las frágiles serpentinas de colores separarían muy pronto sus destinos. En octubre de 1959, Huber Matos renunció a su cargo y, en carta personal a Fidel, criticó el rumbo de la revolución. Eso bastó para que le condenaran a veinte años de cárcel, que cumplió uno por uno. En cuanto a Camilo, murió ese mismo octubre en un misterioso accidente de aviación que hoy muchos suponen causado por la larga mano de Fidel.

¡Está tan llena de brillo y gloria épica esa foto de la entrada en La Habana! Es la foto de la juventud de una idea, es la utopía revolucionaria retratada en plena adolescencia: y las instantáneas juveniles siempre poseen un fulgor especial, un esplendor de fuerza y de inocencia. Luego las serpentinas se convirtieron en serpientes y los libertadores en tiranos, pero no quisimos darnos cuenta, porque era una historia demasiado bella para romperla. Quiero decir que es posible que la guapeza de Camilo y de Matos ayudaran a su verdugo, de la misma manera que la imponente escenografía nazi ayudó a Hitler. La estética embriaga emocionalmente y nos hace ver lo que no existe.

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