Ceremonias
El Nanda Devi, con sus 7.816 metros, es la cima más alta de la India y una de las más inabordables del mundo. De acuerdo con la tradición, la princesa que da nombre a la montaña se refugió allí para escapar a un matrimonio no deseado. Me lo ha contado Antton Iturriza, escritor y experto alpinista. Y yo, a cambio, le he hablado de una autora de la isla Mauricio, Ananda Devi, que el viernes dio una conferencia en la bilbaína biblioteca de Bidebarrieta. La coincidencia entre ambas alcanza, más allá del nombre, al fundamento mismo de las historias. Porque los temas de Ananda son precisamente el sufrimiento causado por la exclusión, el rechazo y las imposiciones sociales. En su novela Pagli, que ahora publica en castellano Ediciones del Bronce, Daya, una mujer violada y casada a la fuerza con su agresor -'era el día de la Ceremonia... sentía su olor de bestia y apartaba la cabeza para respirar el viento'- desafía ese orden perverso de la Tierra Roja para amar y pensar más allá de cualquier barrera: 'Abandonar las prohibiciones... aprender a ser de otro modo, con la posibilidad de una sonrisa, con la evidencia de una lealtad'.
Las violaciones y los matrimonios forzosos no pasan, desgraciadamente, sólo en los libros. O mejor dicho, pasan en los libros porque, por desgracia, son ceremonias perversas de la vida real. Y las llamo ceremonias para subrayar su carácter sistemático y genérico, de implacable resumen de la condición femenina en el mundo. Safiya Hussaini es una de esas víctimas. Fue violada, quedó embarazada, y además la justicia (sic) nigeriana la condenó a morir lapidada- mientras el violador padre de la criatura sigue en paradero desconocido o desatendido. Mañana sabremos si el Tribunal Supremo de ese país atiende las protestas internacionales y le conmuta la pena.
Safiya Hussaini tiene 35 años y aparenta el doble de esa edad. Su rostro surcado, desolado, anacrónicamente envejecido es, si no el espejo de su alma, sí al menos de un itinerario del alma, donde se leen sin dificultad las escalas del sufrimiento que ha padecido; su mala vida, en el sentido más laborioso del término. Pero es el espejo también de nuestra diferencia - cualquier comparación con el aspecto físico de los treintañeros de por aquí resulta concluyente- y, por lo tanto, una invitación más que ilustrada a pensar en nuestra responsabilidad.
De diferencias han tratado las elaboradas ceremonias de la europeidad que se acaban de celebrar en Barcelona. Por un lado, bajo techo, los dirigentes de la Unión han discutido sobre el futuro de Europa, que en la traducción oficial significa lo que Europa va a hacer económicamente, es decir, a tener y a repartirse. Por el otro, en la calle, cientos de miles de personas han propuesto una reflexión intelectual y humanamente mucho más ambiciosa: ¿cómo va a ser Europa? ¿Quiénes vamos a ser? Como vamos a luchar, y vuelvo a citar a Ananda Devi, 'contra el esfuerzo de nuestra indiferencia'.
Tal vez sea una ingenuidad creer que la injusticia del mundo la construyen la maldad y la codicia de sólo unos pocos, y nada más que el olvido, la indiferencia o la desatención del resto. Y que, por lo tanto, basta con atraer la atención, avivar el recuerdo, representar lo intolerable de las diferencias, para darle una auténtica oportunidad a un orden más equitativo y mejor. Tal vez sea de una extrema ingenuidad pensarlo siquiera. Y sin embargo lo hago. Y en lo sucedido pacífica pero firmemente en las calles de Barcelona lo veo. Y mañana, lo volveré a ver cuando el tribunal de Sokoto no se atreva a condenar a Safiya Hussaini a las piedras.
Porque no va a atreverse. Estoy segura. Porque vuelve a haber gente en la calle, desafiando la lógica uniforme del autoritarismo y la globalización: para unos pocos, un oasis blindado y perpetuamente idéntico a sí mismo; para el resto, progresiva y también idéntica desertización. Dispuesta a rebelarse contra ella 'hasta el último minuto', como los granos de mostaza de la novela de Ananda Devi. Decisivos granitos de arena.
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