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AGENDA GLOBAL | ECONOMÍA
Columna
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Cuando la política económica es retórica

Joaquín Estefanía

LA CUMBRE DE MONTERREY para la financiación al desarrollo será un ejemplo más -de no ocurrir una sorpresa de última hora que modifique las conclusiones consensuadas-de la política convertida en retórica. Muchos buenos propósitos y apenas medidas concretas de carácter determinante para conseguir el objetivo para el que fue convocada: aplicar los instrumentos para que la pobreza existente en el mundo quede reducida a la mitad en el horizonte del año 2015. Lo que se denomina una utopía factible.

Las artificiales declaraciones de optimismo de algunos de los mandatarios presentes, entre ellos los españoles, ahondan aún más esa diferencia cada vez más clamorosa entre lo que se dice y lo que se hace, uno de los motivos por los que se profundizan las distancias entre el lenguaje oficial y las opiniones de los ciudadanos. La decepción, el lenguaje de madera, las medias verdades son causas de esa debilidad creciente de la democracia que es una característica central del marco de referencia de nuestra época: la globalización.

La ayuda oficial al desarrollo es un concepto ligado a la guerra fría. Desde que la URSS dejó de existir, el porcentaje del producto interior bruto dedicado al desarrollo se ha reducido en los países más ricos

La impotencia de Monterrey, la ausencia de un avance cualitativo concreto más allá de las intenciones buenistas que desplega el llamado Consenso de Monterrey (el documento final de la cumbre, pactado previamente a su inicio) demuestran la necesidad de encontrar instituciones eficaces y legitimadas para la gobernabilidad de la globalización. Lograr los mecanismos que superen las posturas nacionales de los países involucrados, aunque algunos de éstos sean tan poderosos como Estados Unidos.

La globalización tiene dos caras: la de los países que se benefician de la misma y que han aplicado un amplio programa de liberalizaciones y la de aquellos que están ausentes de las corrientes de capitales y del comercio de bienes y servicios. Una y otra se estimulan mutuamente, multiplicando esa brecha entre ambos bloques, que ha ido avanzando con los años. La existencia de un proteccionismo activo en los países ricos, cuyo ejemplo más actual son las medidas tomadas por EE UU en el sector del acero (a las cuales ya ha anunciado su reacción la Unión Europea) activa las diferencias y perjudica a los más pobres. Ésa es otra realidad del desarrollo, que no tiene que ver sólo con su financiación.

El Banco Mundial ha anunciado que para avanzar en la línea de reducción de la pobreza se necesitaría una aportación adicional de entre 40.000 y 60.000 millones de dólares anuales. Kofi Annan, el secretario general de la ONU, la ha concretado en 50.000 millones de dólares, el doble de lo que se ha previsto en el Consenso de Monterrey. Pero el hecho es que desde la autodestrucción de la Unión Soviética, la ayuda oficial al desarrollo (AOD) se ha reducido espectacularmente, sobre todo en EE UU, pero también en la UE. Lo que demuestra que, como el plan Marshall, tenía objetivos geopolíticos claros, además de los meramente económicos y que estaba muy vinculada a la guerra fría. La AOD es el conjunto de medios que los países más ricos dedican a los países emergentes o a los países pobres para ayudarles a salir de su situación de subdesarrollo. Estos medios no son sólo financieros (donaciones o créditos a tipos de interés por debajo del precio del mercado), sino también asistencia técnica, alimentos, infraestructuras sanitarias o educativas, etcétera.

Los informes oficiales y los realizados por las organizaciones no gubernamentales sobre la AOD muestran las incógnitas crecientes sobre el futuro de la misma, dado el continuo proceso de rebajas que los Gobiernos están practicando desde 1992. La política real sobre la ayuda al desarrollo consiste en rebajar en los presupuestos del Estado el porcentaje de PIB que se destina a esa partida, mientras se multiplican las declaraciones escandalizadas sobre la pobreza y el subdesarrollo que hay en el mundo y se exige, de modo retórico, llegar algún día al 0,7% del PIB. Ésa es la gran hipocresía.

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