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Columna
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Barcelona y el pleno empleo

Los sindicatos han reclamado en Barcelona que el objetivo del pleno empleo no erosione los derechos laborales, es decir, no afecte los intereses de aquellos que ya tienen trabajo, y sobre todo de aquellos que tienen trabajo fijo y seguro. La frase canónica es la de que 'crear puestos de trabajo no puede ser sinónimo de mayor precariedad'; un ejemplo de la refinada hipocresía con la que se intenta hacer pasar la defensa reaccionaria e insolidaria de unos intereses egoístas por una reclamación progresista y solidaria. Los intereses de los trabajadores con empleo fijo no pueden verse afectados por el hecho de que, después de 25 años y un crecimiento económico importante, no hayamos reducido el paro por debajo de ciertos niveles de decencia. Hagan ustedes lo que quieran, pero a nosotros ni nos toquen, parecen decir.

Desde que, a partir de los años setenta, el desempleo alcanzó niveles escandalosos, el objetivo de los trabajadores que no perdieron su empleo, o de los afortunados que consiguieron uno, ha sido el de poder negociar sus condiciones de trabajo como si el paro no existiese. No se explica de otra manera que en España, un país en el que la tasa de paro ha estado por encima del 15% durante más de 20 años, se registrasen las mayores subidas salariales de Europa. Todo un milagro si no se conoce la formidable capacidad reivindicativa de los sindicatos españoles, la debilidad de empresas y administración, y las características específicas de nuestro mercado de trabajo.

Hace poco, el líder del sindicato más eficiente del país, ELA, se jactaba de haber conseguido subidas salariales el pasado año del orden del 5-6%. Si se tiene en cuenta que la tasa de paro en Vizcaya no ha bajado del 13% y que el momento coyuntural era claramente declinante, sólo cabe una explicación: los sindicatos no negocian en pie de igualdad. El actual mercado de trabajo les proporciona una superioridad escandalosa. Este es, precisamente, el estado de cosas que los sindicatos no quieren que cambie, el statu quo que consideran inviolable: el arma de la estabilidad del empleo al servicio de unas negociaciones salariales que benefician a los que tienen trabajo e impiden acabar con el desempleo. Porque, contra lo que se afirma como artículo de fe, no es cierto que el paro sea un fenómeno inevitable contra el que no es posible luchar. Todo lo contrario. Incluso en sus peores momentos, el paro sólo es un problema coyuntural, asociado a las crisis periódicas que afectan al sistema, y del que se debe salir con rapidez y aseo. De hecho, la principal economía capitalista del mundo, EE UU, tiene ahora, en uno de sus peores momentos, una tasa de paro de poco más del 5%. A diferencia de Europa y, no digamos, de España.

Precisamente esta comparación ilumina acerca de las condiciones que tiene que cumplir un mercado de trabajo para que el paro sólo sea un problema coyuntural

A.- Los precios (salarios) del factor trabajo tienen que tener en cuenta la escasez o abundancia de trabajadores a la búsqueda de empleo. Los salarios no pueden negociarse de la misma manera con una tasa de paro del 5% o con una del 25%, que es lo que los sindicatos españoles han conseguido contra toda lógica.

B.- El mercado de trabajo debe facilitar, en un periodo de cambio estructural, la adaptación de las empresas a los cambios tecnológicos que se están produciendo, y no impedir que los empresarios modulen sus plantillas en función de la coyuntura.

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Como es obvio, nuestro mercado de trabajo no cumple ninguna de estas dos condiciones. Para Europa, para España y para el País Vasco es como una piedra atada al cuello: merma la eficacia de su sistema económico, retrasa el momento de la verdad para los sectores en dificultades, y frena la movilidad y flexibilidad de las empresas, al limitar su capacidad de reacción frente a los acontecimientos.

Es obvio que si los poderes públicos no han abordado, a lo largo de los últimos 25 años, reformas en profundidad del mercado de trabajo es porque las consideran electoralmente venenosas y políticamente difíciles. Los gobiernos saben que hay que pagar un grandísimo peaje y huyen como de la quema de semejante eventualidad. Si se están planteando dichas reformas es porque literalmente no tienen más remedio, porque nos estamos quedando muy atrás.

Los gobiernos se han dado cuenta de que las disfunciones del mercado de trabajo van mucho más allá de lo calculado. Cuando después de un periodo de crecimiento prolongado se ha podido constatar que, incluso con altas tasas de paro, las empresas tenían problemas para encontrar trabajadores disponibles. Veinticinco años de convivir con el paro ha generado una casta de parados profesionales, una radical pérdida de movilidad funcional y geográfica (el 90% de los parados no acepta un empleo peor pagado que el anterior o fuera de su lugar de residencia), y una grave inadecuación profesional entre la demanda y la oferta de empleo.

Una Europa más consciente de sus limitaciones, que encara el problema de competir con los Estados Unidos, y que ve venir el fenomenal déficit presupuestario que se va a plantear en pocos años, se ha dado cuenta que no tiene ya margen de maniobra para pasar del problema. Como en el resto de reformas estructurales, vamos a asistir en próximos años al problema político por excelencia: cómo unos gobiernos, tan poco favorables a los cambios y a las reformas, descubren la manera de hacer posible lo necesario.

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