Òmnium o las rentas del patriotismo
Josep Pla utilizaba el término país. Despreciaba, en cambio, el término patria con desdén público: demasiado sobrecargado de trascendencia, demasiado rimbombante. Mirada y amada esa geografía sentimental que es Cataluña desde la plácida armonía del mas de Llofriu, lo de patria sonaba ciertamente excesivo, como una nota estridente en una partitura perfecta. Tuve el raro honor de tratar una vez a Pla, en una densa, difícil y sobrecogedora conversación, yo demasiado joven para entenderlo, y él demasiado todo como para aguantarme. De ese breve encuentro consolidé una doble percepción que yo había construido con la lectura voraz de sus libros: era un misógino de tomo y lomo, salvaje y frágil a la vez (como casi todos los misóginos), y sin duda era una de las mentes más lúcidas que ha dado Cataluña.
No sé si Josep Millàs, actual presidente saliente y durante miles de años presidente reinante de Òmnium Cultural, ha leído nunca a Pla. En el manual del buen patriota, Josep Pla no sale: malo malísimo para la cultura del resistencialismo, y como los buenos patriotas leen por patria y no por cultura, Pla conlleva todos los estigmas. Para que nadie se lleve a engaño, aviso que esto ya lo decía servidora a los 20 -o sea, hace 20- cuando, hablando de Pedrolo en un artículo polémico, exclamaba: 'Dénle honores patrios, pero por favor, no le den premios literarios'. Nunca he entendido la confusión entre país y literatura, perverso mecanismo que ha entronizado a escritores mediocres gracias a sus méritos resistenciales y ha demonizado grandes plumas sólo por no dedicarse a hacer patria. ¿Qué pasó con Joan Vinyoli, poeta casi perfecto pero cuyo defecto notorio, dedicarse sólo a hacer poesía, y poesía de la vida, lo llevó al puro ostracismo? Lujo sobre lujo, este país de seres brechtianos esclavizados en sus propios límites se ha permitido hasta el lujo perverso de jugar con la literatura. Todo se ha confundido en un totum revolutum de nación saturniana que no digería sino devoraba cualquier hijo díscolo. Yo, que soy capaz de disfrutar como loca con el Cela escritor y nunca había aguantado al Cela hombre, me pregunto por qué Cataluña necesita confundir tanto los términos para sentirse segura.
Habrá leído o no a Pla, pero sin duda Millàs llama patria al país, entre otras cosas porque ha vivido de ello durante años. La patria ha sido la excusa, el bolsillo, hasta el chiringuito de unos cuantos desde que, superada la resistencia, hemos adquirido la normalidad democrática. Por supuesto que un buen nacionalista me recordará que para nada estamos en la normalidad, país en reconstrucción permanente, perfectamente situado en su actual mediocridad pero eternamente justificado con la excusa de anhelos superiores. Ni situada en esa tesitura de país inacabado estoy dispuesta a entender o justificar estas tiendas de campaña bien nutridas por el papá Generalitat y cuya misión en democracia se ha limitado a poner el cazo, dar notoriedad a algún resistencial desubicado y hacer creer que el espejismo de la sociedad civil catalana existía en alguna parte. Vasos comunicantes del Gobierno catalán, sólo se han activado cuando desde Palau hacían signos de necesitar un poco de caña a España. En el juego perfecto del espejo deformante que ha sido el juego de Pujol, Òmnium y compañía ponían la guinda a la deformación y así parecía que todo iba a una: un único presidente posible, una única mirada patria, una única ideología, una única sociedad decente. A un lado los buenos, todos reencarnación idílica de un Braveheart a la catalana -'civilitzats, tanmateix'-, y al otro lado los enemigos de la causa. Si sectario ha sido el Gobierno en su maniqueísmo, brutalmente sectaria ha sido esa pretendida sociedad civil que ha vivido de la etiqueta y la ha patrimonializado. ¿Qué sentido ha tenido Òmnium durante todo este tiempo, época antifranquista aparte? Para Millàs mucho, pero ¿para Cataluña?
Y ahora, después de una trifulca monumental y de un bonito proceso electoral, con seguratas incluidos, va Pujol y le manda a Millàs que se vaya a casa. 'Ja has fet molt per Catalunya, ara per Catalunya t'has de retirar', le habrá dicho con palmadita en el hombro incluida. Y el héroe, en su doble fidelidad al padre de la patria y a la madre patria, le ha dicho que sí, que se va, que sólo es un servidor de la causa. Todo muy normal. Todo muy lógico en este paradigma de la lógica marxista -versión hermanos- que es Cataluña. Sin embargo, ¿tiene algo de normal todo esto? ¿Es normal que un presidente de Gobierno ponga o saque al presidente de una entidad cívica? ¿Es normal que lo haya mantenido durante años? ¿Es normal que pregunte a quién vota un periodista antes de colocarlo en la dirección de un diario? ¿Es normal que fulmine a un director general televisivo? ¿Y es normal que todo ello sea normal? Más que un Gobierno democrático y ¡ay!, profesional, esto parece una gran olla de galets el día de Navidad: toda la familia en la olla, chup, chup, y la cocinera madre repartiendo juego y plato a discreción de su única discreción.
Ahora llegan unos nuevos a Òmnium Dejo dicho que personalmente considero a Jordi Porta un hombre entero, inteligente y muy serio. Pero al margen de tener por fin una dirección que no sea un patrimonio, Òmnium tiene una asignatura pendiente si quiere tener algun sentido creíble. Definir sus fronteras, sus objetivos, su naturaleza. No puede ser un órgano de resistencia en un panorama democrático. No puede ser el brazo civil a las órdenes del partido que gobierna. No puede ser un chiringuito de la nostalgia. No puede ser un puntal más de la coartada nacionalista, cuando el nacionalismo se convierte en una coartada. Y sobre todo, no puede ser un fósil, más o menos maquillado, de una vieja Cataluña esencial, unidireccional y victimista que ya nada tiene que ver con la Cataluña real. Más que modernizar Òmnium, tendrán que volver a inventarlo. Pero ¿podrán hacerlo sin reinventar las relaciones con el Gobierno? Porque Jordi Porta puede que llegue fresco e inocente al cargo, pero que no se olvide: llega porque la reina madre, harta de tanto lío público, ha echado al viejo inquilino. Mal pie para un nuevo camino.
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