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Las lecciones de Barcelona

La mayor dificultad que se presenta al conjunto de fuerzas que se oponen a la lógica del capitalismo actual, también llamada globalización, es, como se reconoció en Porto Alegre 2 y se confirma ahora en Barcelona, encontrar una orientación común que articule las distintas pretensiones. En los movimientos anti-globalización de signo propositivo, hay, al menos, tres componentes.

De una parte, está la reacción, tardía, de la izquierda instalada, es decir, la socialdemocracia política y sindical, radicales, verdes, y otros adminículos bajo su influencia, que representan el contrapunto crítico al desarrollo de un capitalismo sin trabas. De otra, la reacción de los pobres, es decir, de los más de tres mil millones de personas a las cuales los resultados de la globalización tecnofinanciera sólo les ha deparado hasta el momento más miseria. Por último están las culturas, los grupos, las comunidades de vida que quedan arrasadas por el impacto destemplado de la globalización y, de las que cabe esperar, sin duda, reacciones aún más angustiadas e impredecibles. Cada una de estas fuerzas, entrecruzadas y dispersas, tienen sus razones, sus carencias y sus posibilidades.

Que el primer bloque, especialmente la socialdemocracia, abandonando un tanto su posición institucional, se plantee su lugar en el movimiento antiglobalización que se desarrolla en las calles supone, tal vez, la mayor convulsión de los últimos tiempos en estas formaciones. Prueba en primer lugar que la ideología del pensamiento único, aventada tras el colapso del modelo socialista, es completamente ajena a la cultura occidental y a sus naturales formas de pensamiento crítico. Visualiza asimismo que, por importantes que sean las instituciones heredadas de la tradición moderna, no son éstos los espacios únicos de la acción política, no ya sólo por su ineficacia para encauzar los actuales procesos sociales sino porque, justamente, la lógica del capitalismo actual se desarrolla de hecho al margen de cualquier marco institucional. Con todo, el problema crucial que la socialdemocracia tiene que resolver, comprometida como está con el mercado y la democracia constitucional, es doble: por un lado evitar que su programa de mayor cohesión social y de defensa de los derechos sociales empeore la situación de los pobres y, por otro, demostrar que su camino hacia una globalización de los derechos, con contenido social y democrático, es capaz de integrar debidamente la reacción defensiva de las comunidades culturales amenazadas.

La protesta de los pobres es inevitable y justa. Los datos establecen con cegadora claridad el increíble retroceso en el nivel de subsistencia de miles de millones de personas y hablan de desigualdades astronómicas, nunca vistas, que estrangulan cualquier posibilidad de crecimiento. El problema de los pobres es que nadie los representa. Si ni siquiera tienen voz las bolsas de pobreza de los países centrales, mucho menos la tienen los del resto del mundo. No los representan -ni lo pretenden tampoco- las ONG, ni, desde luego, la ONU, ni la miríada de gobiernos populistas, o las elites auctótonas que negocian en su provecho los beneficios de sus tratos con la globalización. Carecen por tanto de unidad y de solidaridad. Pero es claro que sus exigencias están ahí, aunque en ocasiones se contradigan entre sí y tengan serios conflictos con las políticas que los socialdemócratas practican desde los gobiernos de los países ricos.

Por su parte, las comunidades y las culturas, desestructuradas por la fuerza impulsora de la innovación y la ganancia, componen un abanico de grupos y sectores extremadamente heterogéneo. En él figuran los tradicionalmente excluidos del mundo desarrollado -mujeres, minorías étnicas, lingüísticas, religiosas y sexuales así como emigrantes- que pretenden ganar su acceso a las formas postmodernas. Sus propósitos no tienen a primera vista nada que ver con las minorías culturales y étnicas del segundo y tercer mundo, que se defienden hasta donde pueden, y por procedimientos que nos pueden parecer incivilizados en ocasiones, de la erosión intensa de sus formas de vida y sus patrones de referencia social. El principal problema de estas comunidades es que sus inevitables reacciones defensivas, y su adscripción a las tradiciones que les confieren su propia identidad, son a menudo incompatibles con el mundo de valores y principios que consideramos intangibles, como son los derechos humanos y la democracia. Ello propicia, como delata Susan George en El Informe Lugano, que la exaltación de las diferencia termine por ocultar el sentido de totalización que implica la globalización

Dotarse estas heterogéneas fuerzas de un horizonte común, es algo que parece imponerse desde Porto Alegre 2. Pero el problema es que conjugar las políticas de la diferencias con la necesaria identidad del movimiento anti-globalización está más allá de las fórmulas ensayadas hasta ahora en la tradición moderna. Si algo está claro, no obstante, es, en mi opinión, ésto: que una política de la diferencia no se hace posible hasta que no llega a alcanzarse un grado considerable de estandarización social, es decir, hasta que no se ha asegurado ampliamente la identidad universal, so pena de convertir el movimiento antiglobalización en un intento imposible de tolerancia compasiva. Resulta previo, por tanto, dar cauce a las irreprimibles exigencias de igualdad y democracia, ya que la democracia, como exigencia radical de igualdad, es la opción más articuladora frente al desorden social que siembra la globalización del capital. En esto están de acuerdo no sólo los sujetos privilegiados de la globalización actual sino todos los conservadores y reaccionarios, y por eso, precisamente, lo combaten.

José Asensi Sabater es catedrático de Derecho Constitucional.

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