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Columna
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'Niño, descongela al abuelo'

En los laboratorios se debería intentar impulsar artificialmente la evolución humana partiendo del tradicional y simpatiquísimo chimpancé. Los nuevos descubrimientos hacen pensar que todo es posible, y que siguiendo una determinada línea de intercambios genéticos entre simios y humanos es factible, conseguir el tipo de homínido deseado. Sólo hace falta insertar al mono los genes adecuados de inteligencia práctica, así como arrancarle los tan molestos genes que le obligan, muy a pesar suyo, a trepar a los árboles y chillar como un animal, cuando la gente bien educada sabe que es mejor callarse si no se tiene nada bueno que decir. Por el momento, hemos avanzado hasta un australopitecus moderno y doméstico, que tiene como características intrínsecamente humanas la risa y un perfecto dominio del inglés. Nuestra cumbre evolutiva es el nuevo hombre de Cromagnon, experto en informática y computadoras.

Los expertos aseguran que nuestro cerebro es el mismo que hace unos cuantos siglos, y que tenemos la misma capacidad e inteligencia que en tiempos de los faraones, algo que no deja de ser inquietante. Si nuestro cerebro no evoluciona y las máquinas se le adelantan vamos a tener un serio problema con la inteligencia artificial, que está asomando las orejas. ¿Llegará un tiempo en que las máquinas nos consideren unos auténticos imbéciles? Algunos científicos ya lo han sospechado, e insinúan que las máquinas pueden decirnos algún día a la cara lo que piensan de nosotros. Muchos de estos alarmados científicos no duermen ni con valeriana, de la preocupación, y han decidido que la única alternativa para disparar la evolución es alterar genéticamente al hombre para que pueda, a fin de cuentas, competir con la máquina con una mínima probabilidad de ganar la partida.

Comienzan a abundar los doctores Frankenstein, dispuestos a crear una nueva raza de hombres, más fuertes, más inteligentes, y tal vez más cercanos a Dios. La confianza ciega en los enormes progresos futuros de la ciencia, por otra parte, es lo que empuja a muchos a congelarse en el sótano de su casa, en espera de un tiempo mejor. La faena es cuando algún descendiente despreocupado o las mismas autoridades deciden que ya está bien y que es hora de sacar al abuelo del frigorífico para dejar sitio a las latas de cerveza, por poner una excusa razonable.

Si el pobre señor Martinot, difunto admirador de Julio Verne, que se congeló a 65º bajo cero, levantase la cabeza, se revolvería entre los cubitos de hielo. ¿Con qué derecho sacan a un hombre de su congelador no frost de cuatro estrellas? ¿No hibernan los osos? ¿No se congelan las ranas arborícolas canadienses? Cada uno debería tener la libertad de elegir su propio ataúd, pero la Justicia francesa no lo ha entendido así, a pesar de las protestas del vástago, empeñado en mantener la fría determinación de su padre. Tal vez lo que temen las autoridades es una oleada de congelaciones de gente cuyo deseo hubiese sido vivir cuatrocientos años más que sus vecinos. Lo de Martinot sentará cátedra, y la moda de la congelación ha sido, por el momento, frenada en seco en el país galo, a pesar de lo aficionados que son los franceses a tomar el Cointreau con mucho hielo.

Un congelador no se parece en nada a una pirámide egipcia, pero va a resultar que los científicos tienen razón, y que no hemos evolucionado desde la época de los faraones en nuestra ansia de inmortalidad. Todo ello es como para pedir a gritos que nos hagan más inteligentes. ¿Es la inteligencia artificial el problema? Pues de eso ya tenemos. La gente es muy frívola. Reconocer que no andamos muy allá de coeficiente intelectual es un ejercicio de humildad cuyas consecuencias inmediatas son las ganas de hibernarse, o peor aún, las ganas de hibernar a algún desgraciado, para que nos deje en paz hasta que puedan hacer algo por él. Existe el riesgo de que se genere un núcleo de mamarrachos on the rocks, preparados para despertar en el momento preciso. Afortunadamente, la técnica no está tan desarrollada por el momento.

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