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El Parlamento, los jueces y El Palmar

Cuando comenzaron los litigios judiciales que traen causa de la organización interna de la Comunidad de Pescadores de El Palmar señalé que en un sistema legal racionalmente ordenado, como está obligado a serlo el de un Estado democrático, la función de convertir en reglas de Derecho los criterios de justicia material era competencia exclusiva del legislador, que en un Estado y un ordenamiento así los jueces vienen obligados a decidir según los principios y reglas de Derecho, y no según criterios de justicia material, que la decisión judicial según criterios de justicia material destruía la coherencia del ordenamiento, suponía la usurpación judicial de la función legislativa y conducía a la producción de monstruos legales. No dije, pero debía haber dicho, que, además, fallar según la justicia material y no según la ley colocaba al juez en el riesgo de que el Parlamento reaccionara frente a la usurpación mediante la producción de leyes específicas que, al vincular al juez, dejan a éste en la incómoda situación del desautorizado. De entonces acá tres cosas han pasado: los jueces hicieron en este asunto exactamente lo que no deben hacer, el tiempo ha pasado y el Parlamento ha legislado. Y al hacerlo ha dejado a los jueces en evidencia.

Como en el asunto de que se trata había, prima facie y en el mejor de los casos, un conflicto entre la igualdad y el derecho de asociación, ambos derechos constitucionales, los jueces venían obligados a ponderar ambos y buscar una solución que respetara al máximo los dos derechos fundamentales en presencia. Como ese proceder, que es el constitucionalmente correcto en términos intelectuales, y el jurídicamente debido en términos legales, impedía resolver según criterios de justicia material, no se obró así. Se partió del supuesto de que no admitir señoras estaba feo (yo creo que lo está) y que eso bastaba y sobraba, lo que, desde luego, no es cierto. Que las reglas que obstaban la admisión de mujeres en la Comunidad ya no existieran al tiempo de iniciarse el juicio, que fueran sustituidas por otras que no contienen diferencia de trato por razón de género, que su aplicación se tradujera en la entrada de señoras, pero otras, primero en la Comunidad y luego en la directiva no importó. Así hemos visto condenar por discriminación por razón de sexo a una asociación que tiene entre sus miembros una treintena de socias y tres en la directiva .Tal parece como si sus señorías hubieran hecho suyo el conocido proverbio del periodismo amarillo: no dejes que la realidad te estropee una buena noticia. Naturalmente para hacerlo no había mas remedio que producir una profusa serie de monstruos legales, y se produjeron. Así, hemos visto un derecho hereditario sin muerto, un juicio declarativo de derechos fundamentales, procedimiento que el Parlamento nunca legisló, una declaración de nulidad de reglas no porque discriminen, sino porque en el futuro tal vez puedan ser usadas para discriminar; hemos visto que solicitar la admisión en una asociación supone establecer una relación laboral con la misma, que no se han agotado los recursos previos cuando se ha llegado a la casación y más allá no hay otros recursos e incluso que la interpretación de los derechos constitucionales no es competencia del Constitucional. Y un juez penal que condena por desobediencia a una directiva porque le dice que admitir socios es algo que compete a la asamblea general, cosa que la directiva no es obviamente, y que admite después que ha habido obediencia cuando a la recurrentes las admite no la directiva sino la asamblea general. Sic transit gloriae mundi.

Y en esto llegó el Parlamento. Con un cuarto de siglo de retraso, pero llegó. Y el Parlamento hizo una ley de asociaciones, a la vista de la doctrina constitucional fijada durante veinte años. Y al hacerla dejó a sus señorías en punto de ventilación. Porque la ley de asociaciones establece que forma parte del contenido esencial del derecho de asociación la potestad exclusiva de dotarse de unos estatutos, que corresponde asimismo sólo a la asociación cambiar esos estatutos cuando tenga a bien, que esos estatutos deben contener necesariamente los requisitos y modalidades de la admisión, baja, sanción y suspensión de los socios, con la salvedad que tales normas han de ser votadas exclusivamente por la asamblea general y por mayoría cualificada, que nadie puede ingresar en una asociación sino mediante el cumplimiento de los requisitos que fije la misma en sus estatutos, que la condición de socio no es transmisible salvo que de forma expresa en los estatutos se disponga otra cosa, que los poderes públicos que se relacionan con las asociaciones deben respetar su 'libertad y autonomía' (¡oído, Ayuntamiento!). Que las asociaciones pueden legítimamente restringir el ingreso a las personas de un mismo sexo, y que la única sanción para aquellas que bien en los estatutos, bien en la práctica, discriminen o nieguen sistemáticamente el acceso (no que discriminen, que es otra cosa) por razón de raza, sexo, nacimiento, religión, etc, consistirá en que no pueden recibir subvenciones públicas. Disposición que no se debe a exigencia constitucional, sino a una acertada opción política de las Cortes. Hay desautorizaciones más completas, pero en este momento yo no recuerdo ninguna.

El caso de El Palmar podría ser tomado como ejemplo de muchas cosas, desde una aplicación ejemplar de la Ley de Murphy, al acierto del dicho clásico 'los dioses ciegan a quienes quieren perder', pasando por la inconveniencia y perniciosidad de los juicios paralelos. Empero lo que a mi juicio es más relevante en este caso es otra cosa: la alarmante carencia de conocimientos de Derecho Constitucional que acredita una parte considerable de nuestra judicatura, carencia que, lejos de reducirse, no parece sino que crezca con los años. Lo que permitiría entender, además, por qué el Constitucional se está convirtiendo poco menos que exclusivamente en un Tribunal iudices corrector. Así lo avalan los datos de aquél; en los dos últimos años en los que se ha publicado memoria de los asuntos en los que el eje del litigio consiste en violación de derechos imputables a un juez, estos han supuesto el 80 y el 84,23%. Algo que no es precisamente un buen síntoma.

La desautorización parlamentaria de las tesis que han venido sosteniendo los tribunales afecta a todos los puntos de su argumentación: no es lícito privar a los socios de la facultad de escoger a los nuevos socios, sólo se ingresa en el modo y forma que prevé el procedimiento de admisión en cada momento vigente, procedimiento que corresponde fijar sólo a la asamblea general, son lícitas las asociaciones que reservan la condición de miembro (o la dirección) a las personas de un solo sexo (como lo es, por cierto, aquella que ha financiado los recursos). Y así sucesivamente. La confusión entre lo que es socialmente rechazado y lo que es jurídicamente ilícito aparece así en toda su absurda desnudez. Con la ley de asociaciones la iniciativa pasa a la Comunidad, ¿qué va a hacer?, ¿va a demandar al Estado por el mal funcionamiento del servicio público de la Justicia? Laus Deo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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