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¡Más madera! ¡Es la guerra!

La organización de la cumbre europea de Barcelona, como cualquier otra que afecte a dirigentes extranjeros, ha de incluir las inevitables y rutinarias medidas de seguridad, de las cuales ya se ocupan, por la cuenta que les trae, los propios servicios de esos líderes. Hasta aquí todo es lógico y normal. Pero vivimos en tiempos de extremada belicosidad desde que el presidente norteamericano, George W. Bush, trazó el eje del Mal, y los preparativos de la cumbre citada han querido rivalizar con la estrategia preventiva, defensiva, y en el fondo atacante, que el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, hizo tristemente famosa, al final, con su razzia genovesa.

Varias decisiones de nuestros gobernantes actuales dejan perplejo al ciudadano medio, demócrata ingenuo y pacífico observador de los acontecimientos. La primera es el foso creado en un punto neurálgico del tránsito (incluido el subterráneo) para aislar y fortificar el castillo encantado de la cumbre a costa del caos circulatorio de toda una ciudad o su colapso. Diríase que nuestros representantes y los del resto europeo se sienten en peligro, temen hacer algo condenable que levanta las iras de la ciudadanía.

Otra decisión ofensiva es el clima creado, que suena a provocación. Desde hace semanas se nos avisa de que todo está preparado ya para reprimir unos actos que, con antelación, se dan por realizados. Eso sí, como estamos en un Estado de derecho, se juzgará con rapidez a los violentos. Pero, por supuesto, la duda ofende. Esa criminalización previa alcanza, por lo que hemos podido oír y leer, a todos cuantos quieran participar, pacíficamente, desde más allá del foso en una cumbre que a todos nos afecta.

Hay terrorismos muy sutiles. Uno de ellos es crear tal clima de temor latente que corran bulos sobre inminentes atentados y desgracias que obligan a recomendar el abandono de la ciudad durante los días de la cumbre. Los padres amenazan a sus hijos estudiantes. Las esposas retienen a sus maridos más decididos. Sólo faltaría que los comercios cerraran y ya podría celebrarse la reunión clandestina mientras la ciudad desierta se tiñe, alrededor del foso, de un compacto color azul oscuro.

Pero a la perplejidad y a la ofensa se suma el estupor democrático. Los dirigentes de los partidos conservadores se muestran una vez más conservaduros, no sólo del dinero, sino de la dureza en la descalificación y en la prevista represión. Se aprovecha el clima creado para vincular sin distingos a las fuerzas progresistas y a sus líderes con el extremismo y la violencia, sin admitir que manifestarse críticamente, ofrecer con apoyo humano masivo propuestas favorables al verdadero éxito de la cumbre, que es crear una Europa más justa y digna para todos, es un acto de responsabilidad democrática y humana.

Por otra parte, esos mismos conservadores prohíben a los afiliados de sus partidos la participación en las manifestaciones pacíficas, como si fuera un acto contrario a sus principios. Desde luego lo es, pero no deben ser afiliados muy seguros y, además, ¿dónde está la libertad y democracia interna que la Constitución exige a los partidos políticos? Y aquí cabe reprochar al resto de las organizaciones que sí han dejado en libertad a sus militantes el que, de forma implícita, se permitan decidir sobre una libre decisión personal. ¿Es que no eran libres de entrada?

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Es un fenómeno hartamente denunciado el aprovechamiento de un clima de guerra para reducir derechos fundamentales, exagerar patriotismos, fomentar xenofobias, negarle la paz y la palabra a la oposición parlamentaria, extremar la seguridad olvidando que las fuerzas del orden público están al servicio de todos los ciudadanos y no sólo del poder oficial. Estas decisiones y descalificaciones citadas y el clima aterrorizante responden a una estrategia de guerra. Forman parte del proyecto planetario del sistema imperante e imperial de cerrar filas contra quienes amenazan su hegemonía y sus intereses lucrativos. Los más amenazantes y peligrosos son precisamente los pacíficos, los humanos, los que representan o apoyan a las víctimas de la depredación. Por eso hay que considerarlos en su conjunto violentos o compañeros de la violencia. Y por eso resultan tan necesarias las minorías extremistas, a menudo manipuladas por agentes infiltrados, para provocar sucesos que ya tienen previstos y así justificar ante el ciudadano anestesiado la prevención exagerada, la descalificación hipócrita y la represión sin contemplaciones.

En definitiva, se está echando leña al fuego y se amenaza con 'dar leña', verbal o material, a quien discrepe. Se me ocurre que el único marxismo aceptable para los conservaduros lacayos del Tejano (aparte de los tránsfugas llegados a ministros) es el de Los hermanos Marx en el Oeste: '¡Más madera! ¡Es la guerra!'. Atizando el fuego que permite el avance arrollador de su locomotora, acabarán haciendo astillas los vagones de pasajeros. Después serán los bomberos del fuego que provocan y podrán denunciar ante el juez a los que tachen de pirómanos. Ojalá me equivoque y todo cuanto digo sea una exageración debida al clima.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

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