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Columna
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Medalla en Barcelona

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

En la cumbre de Barcelona, pase lo que pase, el Gobierno español aparecerá en el podio como el gran defensor de la liberalización energética, que, si no pudo avanzar lo suficiente, fue por la reticencia de otros Gobiernos europeos y, en especial, el francés. Esto, sin duda, suena muy bien, pero es falso. No es falso en la parte relativa a Francia, que, oponiéndose a ampliar la posibilidad de elección de los franceses, favorece a sus empresas energéticas. Lo que es falso es que el Gobierno español no esté favoreciendo, igual o más que Francia, a sus monopolios energéticos.

El Gobierno español ha sido hábil al centrar la atención en la ampliación de la liberalización, medida que hace daño a los monopolios de Francia y de otros países europeos interconectados, pero que no tiene ningún efecto en reducir el poder de los monopolios energéticos españoles. En efecto, franceses, alemanes, holandeses pueden importar energía de otros países porque tienen interconexiones. Pero los españoles no pueden. Cuando, hace años, España liberalizó el 30% de la energía, lo máximo que podían comprar los consumidores españoles en el extranjero era un 3%. Cuando se liberalizó el 50% del mercado, a los monopolios españoles les dio igual, porque todo lo que podían comprar fuera los españoles seguía siendo un 3%. Y el día que (sin tomar otras medidas) se liberalice el 100%, sucederá lo mismo: los españoles no podrán comprar más del 3% y, por tanto, el 97 % del mercado español seguirá siendo un coto cerrado para los monopolios que operan en España. Con un grado de liberalización menor que el español, los extranjeros están vendiendo ahora mismo más energía en Francia que en España.

Para tambalear el monopolio francés, la liberalización sirve. Pero en España o Gran Bretaña, sin apenas interconexiones, si se hubiera querido reducir de verdad el poder de sus monopolios, se deberían haber propuesto en Barcelona las medidas que están en vigor en el Reino Unido desde hace mucho tiempo: a) la separación de propiedad entre negocios monopólicos y de competencia, y b), la reducción del poder de mercado en los negocios liberalizados. En vez de hacer esto, la presidencia española intenta perjudicar a los monopolios de los demás sin perjudicar a los monopolios propios.

Esta actitud de defender los monopolios nacionales no es privativa de España y Francia. Con pocas excepciones, lo hacen todos los Gobiernos europeos. ¿Y por qué lo hacen? Porque, a diferencia de las empresas en competencia, los monopolios tienen un peso enorme sobre los Gobiernos nacionales, y éstos son los que, en los Consejos europeos, deciden la política energética. Para que haya competencia, los monopolios deben dejar de influir en los Gobiernos, pero para que dejen de influir tendría que haber competencia. Es el problema del cascabel y el gato. El gato del monopolio sólo perderá su poder si se le pone el cascabel de la competencia, pero el poder del gato impide que se le ponga el cascabel.

En cuanto a las interconexiones, en Barcelona se aprobará una propuesta bienintencionada pero absolutamente inútil. Cualquiera que conozca mínimamente el sector energético sabe que mientras que las empresas suministradoras y generadoras estén presentes en las empresas que controlan la red, como sucede en Francia y en España, no se podrá avanzar sustancialmente en las interconexiones, por la simple razón de que ese avance va contra sus intereses.

Hay que avisar de que la cumbre de Barcelona no aumentará la competencia energética en España para que, cuando los consumidores vean en sus facturas que la cosa no funciona, no echen la culpa a la competencia, sino a quienes dijeron que habían introducido competencia pero no la introdujeron. En cuanto a la medalla que se autoimpondrá el Gobierno de Aznar de ser más liberal que los demás, bastará con revisar las cifras que miden la apertura real de los mercados y comprobar que alemanes y franceses pueden comprar más energía a los extranjeros que la que pueden comprar los españoles. Pero poca gente revisará los datos y, por tanto, no se darán cuenta del truco. El Gobierno de Aznar , pues, merece una medalla, pero la medalla no es a su política energética, sino al mejor de los trucos, que es siempre aquel del que nadie se da cuenta.

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