Las mujeres como pretexto
Entre los musulmanes de hoy, parece estar reviviendo la costumbre de velar a las mujeres, es decir de ponerles un hiyab, burka, etc que las cubra. Esto es propio de las culturas religiosas que tradicionalmente han venido sacralizando el cuerpo de las mujeres, que cubrían para evitar la mirada y el deseo de los hombres. En nuestra cultura judeo-cristiana las cosas no fueron muy diferentes. Uno de nuestros humanistas más celebrados, Juan Luis Vives, escribe sobre esto en un libro emblemático titulado: La formación de la mujer cristiana. En él se dice que las buenas costumbres de las mujeres son signo de la moral de los pueblos y en este sentido Vives es partidario de las prácticas culturales tendentes a la guarda y custodia de las mujeres. El mismo propone un modelo de vida -interior- para las mujeres, basado en la restricción de los espacios públicos; la casa y no la ciudad debía ser el ámbito de la mujer que no debía mezclarse con los hombres. Vives decía también que el encierro doméstico de las mujeres le parecía más efectivo para sus propósitos morales que el velo, que se usaba entre los musulmanres con el mismo próposito, pues, según dice, las mujeres que llevan velo se protegen con él pero no se privan de pisar la calle, frecuentando espacios que no les pertenecen.
Esta historia viene a cuento del debate del caso de la niña musulmana Fátima Elidrisi, cuyo padre se negaba a que asistiera a la escuela si no iba cubierta como, según dice, su religión exige a las mujeres. Vaya por delante que no entro en las creencias religiosas de este señor, cuya esposa ha permanecido en silencio. Pero digamos también que sabiendo de dónde proceden y cuáles son los objetivos de estas prácticas sospecho fuertemente de las intenciones de los que teniendo autoridad las alientan, ya sean padres o esposos, ya sean autoridades religiosas. Me recuerdan a Vives y a las tradiciones que las mujeres españolas hemos debido superar no hace tanto. De lo cual, que duda cabe, estamos contentas, como lo está nuestra sociedad en general, que en esta polémica tiende a pensar, por experiencia, que bien estaría que se superaran de una vez por todas las tradiciones que, ni en el pasado ni en el presente, han favorecido para nada a las mujeres. Más bien les han perjudicado.
Digámoslo claro, estas prácticas identitarias, sirven hoy como marca de distinción, cuando no como arma arrojadiza, de unas gentes que en su desamparo, al que ciertamente contribuye la política occidental, acuden más que antes a la religión. En esta tesitura las mujeres musulmanas son el cuerpo necesario para simbolizar y construir las diferencias. El asunto es grave. Amenaza a las mujeres de origen musulmán y si nos descuidamos a nosotras mismas. Al menos hasta que no desparezcan todas las leyes discriminatorias contra las mujeres que se conservan en sus países de origen. No creeré que el velo es una cuestión menor hasta que los hombres y mujeres significativos en las comunidades que discriminan, por razón de sexo, no defiendan públicamente la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. La otra amenaza que me preocupa es la convivencia con estos emigrantes. Lo que está en juego es la resolución -pacifica o conflictiva- de la nueva situación creada con la afluencia de una gentes que, nos pongamos como nos pongamos, seguirán llegando porque deben vivir. Por eso me horrorizan los que, católicos, protestantes o musulmanes, hablan de ejes del mal. O los que piensan que las mejores costumbres son las de uno y los otros son siempre ciudadanos de segunda. Y en ello incluyo a los creyentes musulmanes que si no pueden pensar en nosotros como ciudadanos de segunda, sí piensan que somos gentes de malas costumbres y esto se aplica sobre todo a las que somos mujeres. ¿ No son estas gentes imbuidas de autoridad moral, las que deciden qué es bueno y cómo conviene vestir o educar a sus mujeres? A las que no se privan de guardar en casa o de restringirles el saber por mor de que son mujeres.
Esto, señores, no puede consentirse, ni a los musulmanes ni a los cristianos. Por encima de sus creencias o de los intereses del grupo están los derechos socialmente reconocidos a las personas. No puede consertirse, pues, que no se las escolarice a las niñas al igual que a los niños y durante el mismo tiempo. Como tampoco puede consentírseles que se las obligue a casarse o a cualquier otra cosa que no sea de su voluntad. Y hablar de voluntad es un decir, todas sabemos cuán difícil es ejercer la libre voluntad cuando se tiene un padre, una madre o un marido autoritario, al que su comunidad le permite saltarse las leyes.
En las leyes y en el progreso de las niñas, de la niña Fátima, me parece que pensaba la directora del colegio público, donde finalmente la muchacha estudia, cuando declaraba en la televisión sus reservas por la actitud del padre que anteponía los preceptos, no se sabe si de su religión o de su sexo, a la educación de la niña. Menos explicable -y sobre todo menos generosa con la niñas emigrantes- me parece la actitud de las religiosas que han intervenido en este asunto.
No me digan que no resulta chocante el ver en la televisión a una monja cubierta con su toga explicando cómo debía ir la niña al colegio. No nos extrañe pues que viendo cómo son aquí las cosas los musulmanes más avezados argumenten que están discriminados y que ellos también tienen derecho a vestir según su costumbre y a pedir si cabe subvenciones para su religión.
Tampoco parece responsable la actitud del delegado de educación de la Comunidad de Madrid. Este señor ha solucionado el problema de un plumazo, la niña no irá a las monjas que al parecer tienen dificultades para comprender los intringulis de otra religión. La niña irá a un colegio público y vestirá como quiera ella, o su padre. Y miren ustedes qué liberal que soy. Pues no señor, se ha pasado usted de liberal. Usted lo que no quiere es mojarse. Podía usted, como autoridad que es, ponerse en su obligación de argumentar algunas cosas, de recordar por ejemplo, el valor de la educación en igualdad, según las nuevas costumbres que en España nos gastamos en el trato de las mujeres. ¿O es que no son buenas las libertades que sólo recientemente disfrutamos?
La verdad es que no sé si pensar que estos políticos son unos frívolos o que les importa bien poco cómo les vaya a los emigrantes. ¿Cuál será el futuro de estas niñas -y niños- con esta inhibición, que ciertamente es calculada? ¿Dónde iremos a parar, con la errática política educativa que nos toca padecer?
Isabel Morant es profesora de Historia de la Universidad de Valencia
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