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OPINIÓN
Columna
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Fiesta de guardar

Acabamos de celebrar internacionalmente el 8 de marzo, el día de la mujer trabajadora. En nuestras ciudades se han organizado multitud de actos conmemorativos: conferencias, manifestaciones, concursos, exposiciones, debates en torno a la mujer o, mejor dicho, a las mujeres, que hay más de una y de mil maneras de serlo, entenderlo, expresarlo. Celebraciones sociales múltiples, y sin embargo al margen de la sociedad, en el estricto sentido de que nuestra sociedad sigue en sus trece. Discriminatorias.

Citaré no trece sino sólo cuatro ejemplos lo suficientemente ilustrativos. Uno, la ausencia de mujeres, se mire por donde se mire, en los ámbitos de poder. Dos, la indefendible realidad laboral que prefiere contratar a hombres sea cual sea el currículo formativo -el paro es esencialmente femenino-, y que además perpetúa fórmulas como ésta de que 'a igual empleo menor salario' -las mujeres ganan en torno a un 20% menos por el mismo trabajo-. Tres, el desequilibrado reparto de las tareas domésticas, asumidas mayoritaria, abrumadoramente por las mujeres - los últimos datos publicados por Emakunde son en este sentido concluyentes-.

El cuarto punto merece un párrafo aparte. Porque los abusos y explotación sexuales y los malos tratos a las mujeres, lejos de disminuir, aumentan, corroborando estadísticamente la afirmación -que no es un eslogan provocador, por desgracia, sino una mera constatación- de que en nuestro país la actividad más peligrosa para una mujer es vivir en pareja.

Nos hemos convertido en muy poco tiempo a la lógica del euro, a la desconfianza en el tabaco, o a la sensatez ecologista. ¿Por qué entonces nuestra sociedad sigue siendo tan sexista? Por qué no ha acogido el feminismo con la misma fe que el ideario de 'una vida sana' o 'un mundo limpio'. E insisto en que el feminismo no es un extremismo sino simplemente un extremo de una línea de pensamiento que sólo tiene dos, ése y el otro que es el machismo, sin neutralidad intermedia posible.

¿Por qué? Y la respuesta tiene como casi todo un lado visible - la evidente resistencia de quienes detentan el poder a repartirlo- y otro invisible. Me detendré en éste, en las actitudes sexistas que están tan profundamente enraizadas en nuestra cultura, que se expresan negligente, inadvertida, incluso involuntariamente. En fin, que se puede ser machista a conciencia, pero también sin voluntad, por simple inercia consuetudinaria, por ausencia de otras perspectivas o, por decirlo de un modo más gráfico, por falta de un mapa que indique las paradas, es decir, los puntos en los que hay que pararse a reflexionar. Y a rectificar.

Y el punto más gordo, el más rojo del mapa, en el que convergen muchas rutas sexistas, es el del cuestionamientos de la universalidad de la causa, de la voz, de la representatividad femeninas. La experiencia de un hombre se conjuga fácilmente en plural. Uno basta para representar a la condición humana. Un hombre -sobre todo si es blanco- es la humanidad. Una mujer es, como mucho, las mujeres. Media humanidad. Los ejemplos en este sentido son infinitos. Una mesa redonda con tres invitados pasa inadvertida. Los temas allí tratados, sean cuales sean, son naturalmente de interés general. La misma mesa con tres invitadas se considera un gueto; y lo allí tratado, sea lo que sea, 'asuntos femeninos'. Y así podríamos seguir citando ad eternum: la voz de Gregorio Samsa o la de Hamlet dice el sufrir humano. La de Mrs. Dalloway, Cordelia, Colometa o Lol V. Stein sólo habla de los males de ellas.

Si queremos de verdad una sociedad no sexista hay que cambiar esa actitud. Asumir que lo que afecta a las mujeres es asunto de todos. Que su voz, sus voces, significan y representan la totalidad de lo humano, su condición y su experiencia. Una buena manera de reconocerlo simbólicamente sería darle otro sentido al 8 de marzo. Convertirlo en un día no laborable, para todos y todas. Erigirlo, en lugar del 19, cada vez más optativo e indeciso, en una fiesta de guardar. Lanzo la propuesta a las instituciones. El test.

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