Un horizonte de cambio permanente
Empresarios y trabajadores nos encontramos inmersos en los nuevos desafíos de la globalización, donde las posibilidades y limitaciones que se nos presentan en la vida y en el trabajo han sufrido un cambio sustancial.
Por eso, si queremos mantener una sociedad cohesionada, competitiva y sana, estimo imperativo reflexionar, de forma clara y directa, sobre los nuevos modos y prácticas que están pasando ya a formar parte de nuestra realidad cotidiana, para tratar de ofrecer respuestas a las inquietudes que éstos han generado en la sociedad.
Ante todo, tenemos que partir reconociendo que la globalización nos está haciendo convivir en un mercado dominado por la satisfacción de los clientes y, por tanto, por los principios de calidad y competitividad.
Ejemplos dramáticos recientes, como el de Argentina, donde muchos continúan añorando un pasado que, hace cuarenta años, les permitía operar como únicos ofertantes en el mercado de la carne y el trigo, con sus particulares condiciones, hoy imposibles de restaurar, nos muestran que estos nuevos aires no han calado todavía en el más elemental sentido común.
De la misma forma que también una parte del pequeño comercio español sigue esperando que los clientes acudan a sus establecimientos, simplemente porque continúan estando ahí, donde siempre han estado.
Otra de las peculiaridades de este envolvente horizonte económico hace referencia al imparable ciclo de vida de las empresas, debido, en gran medida, a su increíble aceleración. Nadie hubiera sospechado que podría quebrar en tan poco tiempo, por ejemplo, Swissair, modelo de buen servicio y emblema de la solvencia y solidez del mundo suizo durante muchísimos años.
Pero estos vertiginosos cambios en el mundo económico y empresarial están también ligados, íntimamente, a los aspectos más próximos a nuestras vidas; si aceptamos que ya no existen empresas para toda la vida, tampoco existen ya puestos de trabajo para toda la vida.
El mundo actual se ha convertido en un lugar pequeño, se ha reducido a una 'aldea global económica', no sólo en la comunicación, como aventuró MacLuhan, que se mueve a toda velocidad. Esta proximidad y rapidez exige empresas y trabajadores cada vez más flexibles, dispuestos a cambiar de sector, de cometidos y de emplazamientos geográficos en cualquier momento y situación de su vida. Y esto es así porque estamos obligados a experimentar una readaptación permanente a las nuevas realidades y formas económicas que, queramos o no, forman parte ya de nuestro más inmediato entorno. Es por ello que las estructuras rígidas no tienen capacidad para responder a las nuevas realidades, ya sean éstas empresariales, profesionales, familiares o políticas; sencillamente, no funcionan.
Al respecto, contamos en España con un punto de partida poco alentador. Somos, probablemente, el país más rígido de Europa, y quizá del mundo, en cuanto a movilidad geográfica; otro tanto nos ocurre con la movilidad funcional, y tampoco somos un ejemplo a seguir respecto de la flexibilidad de horarios. Así, hemos asistido a la desaparición de importantes empresas en nuestro territorio por la incapacidad para corregir disfunciones espaciales o para arbitrar los oportunos cambios en los cometidos y responsabilidades de los trabajadores.
En este sentido, estimo que lo relevante es aprender, rápidamente, a convivir atendiendo al hecho de que en el mundo actual ya no es posible mantener estructuras que vivan desconectadas de la demanda que las hace necesarias.
Desde este punto de vista, el problema humano y político a resolver es cómo hacer compatibles las necesidades de la empresa, de máxima flexibilidad y competitividad, con las necesidades de los trabajadores, para que éstos se sientan motivados, creativos y con calidad de vida. Y, ojo, que no digo seguros ni confortables, estos valores ya no son coherentes con la realidad que impera, cada vez más, en el principio de este siglo.
De todas formas, para que esto sea posible, el trabajador debe estar dispuesto a una situación de formación y cambio continuos, que le habilite para enfrentarse a un escenario económico donde ya no existe una empresa para toda la vida, ni un empleo para toda la vida, ni un sector para toda la vida. Por eso, al tiempo que debe prepararse en áreas técnicas, tiene que aprender a satisfacer clientes, a innovar ofertas y a liderar y participar en equipos y proyectos en permanente redefinición. Pero sobre todo, tiene que aprender a asumir riesgos, a contar con salarios flexibles y ajustados a la realidad económica de su empresa y a estar disponible para lo nuevo.
En cuanto a la dirección de la empresa, hay que pedirle, ante todo, visión estratégica para anticiparse a la realidad y capacidad de liderazgo. Es decir, capacidad para organizar, para adoptar decisiones, para comunicar, para hacer llegar a los trabajadores el mensaje acerca de por dónde hay que empezar a construir el futuro, acompañado de capacidad autocrítica. El directivo tiene que estar siempre para escuchar y resolver las opiniones negativas de sus clientes y de sus colaboradores. Precisamente, el éxito de una buena dirección radica en saber rectificar a tiempo cuando hay una equivocación.
Estoy convencido de que directivos y trabajadores deben compartir, ahora más que nunca, la necesidad de exigirse concebir la empresa como una tarea colectiva, con lealtad y franqueza absoluta por ésta por parte de todos.
La flexibilidad, la capacidad de las personas para cambiar de profesión, de actividad, de sector o para rectificar a tiempo, no son posibles sin una formación, una preparación, una forma de vida dispuesta a la innovación que nos enseñe a sobrevivir en la incertidumbre de permanente cambio. Cada uno de los actores involucrados en el proceso empresarial tenemos que asumir, responsable e individualmente, el riesgo de ser, desde ahora, empresarios de nuestras propias vidas, con todo lo que ello comporta.
Javier Gómez Navarro es presidente del Grupo MBD, ex ministro y ex secretario de Estado, y consejero de varias empresas españolas con negocios en Iberoamérica.
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