Idas y venidas con el agua
En mayo de 1994, José María Aznar tronaba contra el Plan Hidrológico Nacional (PHN) presentado por el ministro socialista Borrell por 'burocrático, intervencionista y muy agresor con el medio ambiente'. En realidad, estaba contra aquel PHN porque era un plan que incluía transvases. Los transvases, según Aznar sólo eran admisibles en casos muy excepcionales, por ejemplo en el suministro de agua potable a núcleos urbanos. Parece ser que, desde entonces ha llovido mucho -es un decir- porque el mismo Aznar, ahora presidente, ha encontrado en los transvases -en concreto, en el del Ebro- el remedio a todos los males de nuestra complicada geografía del agua. Porque proporcionarán los 1.050 hm3 que necesitan las dinámicas, pero sedientas, regiones mediterráneas. Los impactos medioambientales han pasado, pues, de ser razón fundamental en la posición del partido de Aznar a ser una antipática nimiedad.
Zaplana ha escogido el camino fácil, obtener agua mediante trasvases sin importarle el coste medioambiental
En estos ocho años, los socialistas han recorrido el mismo camino en sentido inverso. Recientemente, presentaron un plan alternativo al de Aznar en el que la mejora de gestión del agua, mediante el ahorro, la reutilización y el banco público, supondría unos recursos de 725 hm3, la desalación 409 hm3 más y, por tanto, los transvases aparecen como algo a lo que echar mano en última instancia. Defienden que su nuevo plan no sólo recoge la creciente sensibilidad medioambiental de la sociedad, sino que además pueda realizarse en cinco años (frente a los diez del PHN de Aznar), y con unos menores costes (415 frente a 700.000 millones de pesetas, ahora léase en euros).
Cualquiera puede imputar que estos cambios de unos y otros se derivan de pasar de estar en la oposición a gobernar y viceversa. También se puede pensar que el PP ahora gobierna -o ayuda a gobernar- en todas las autonomías que recibirían el agua, porque cuando gobernaba en Aragón se oponía a cualquier transvase, justo lo contrario de lo acontecido con el PSOE. Quizá tengan razón los escépticos que piensan así. Pero también hay otras lecturas de esta novela por entregas, de estas idas y venidas de los grandes partidos. Y quizá sea en tierras valencianas donde estas lecturas sean más sugerentes, porque en Aragón o en Murcia, por ejemplo, todo parece más uniforme en el ámbito político, en un sentido u otro.
Partamos del hecho de que el agua ha sido históricamente un recurso que los valencianos hemos deseado con ahínco y que ha generado todo tipo de disputas. La ingeniería hidráulica (embalses y pozos) apaciguó un poco los ánimos en el último siglo, pero sólo en las comarcas donde el agua podía llegar, y exacerbó otros al generar una espiral de demanda para nuevos regadíos o nuevas actividades económicas con el resultado de agotamiento de acuíferos o de su salinización o contaminación. Ante esta situación, el president Zaplana ha escogido el camino fácil, el de obtener agua mediante transvases sin importarle el coste medioambiental. Una posición que Adolf Beltran resumía hace pocos días en estas mismas páginas con claridad meridiana: 'Imponer el mito patriótico de la ingeniería sobre la cultura del uso racional del agua en el imaginario colectivo ofrece rentabilidad a corto plazo desde una perspectiva de partido, pero no deja de ser políticamente irresponsable'.
Por su parte, el partido socialista se ha visto contra las cuerdas por las discrepancias en su seno y por la incapacidad de transmitir a la gente el plan alternativo. El primer aspecto es electoralmente preocupante porque afecta a su propia imagen. En España se tiene el convencimiento de que los partidos han de uniformar las opiniones de sus militantes en todos los asuntos imaginables y, sobre todo, en las desavenencias de origen territorial. Este convencimiento, en mi opinión, es una mezcla de pubertad democrática y de rancio nacionalismo español.
El tema del agua es un ejemplo paradigmático de esta absurda mezcla: ¿por qué un afiliado a un partido (socialista o del PP) aragonés (o del delta del Ebro) y un valenciano, afiliado al mismo partido, han de pensar lo mismo al respecto y, sin embargo, todo el mundo acepta que eso no tiene por qué darse entre castellanos y portugueses, que tienen un problema muy similar? ¿Porque hay una frontera política por medio? ¿No es eso una visión nacionalista (española) muy estrecha? Compartir unas ideas y unas sensibilidades políticas y sociales no significa, necesariamente, compartir absolutamente los mismos intereses. A lo máximo que se debe aspirar es a encontrar soluciones intermedias que tengan vocación integradora de los intereses en disputa. ¿O no está pasando cada día entre partidos de la misma familia ideológica en la construcción de Europa?
Es una falacia hablar de 'intereses superiores' frente a intereses localistas. Lo 'superior' es, sencillamente, integrar, compaginar, crear marcos de diálogo fluidos entre las partes. ¿Cuántas veces en nombre de 'intereses superiores' se enmascara el predominio de unos intereses sobre otros? Pero, por comprensible que sea eso, los medios de comunicación afines al PP -que son casi todos- han conseguido, magnificando las de los socialistas y silenciando las propias, que las discrepancias internas sean un pesado lastre ante la opinión pública, únicamente para el PSOE.
El segundo aspecto, la incapacidad de hacer llegar a la gente el plan alternativo, no es imputable solamente a la falta de habilidad mediática de los socialistas sino que, en buena medida, se debe a la instrumentación partidista que el partido del gobierno hace de los medios de comunicación. En concreto, el señor Zaplana, como un Berlusconi cualquiera, enmudece y manipula, a través de Canal 9 (que pagamos los contribuyentes), cualquier discrepancia o alternativa e incluso se permite el gesto fascista (como muy bien nos recordaba Segundo Bru el sábado pasado) de amenazar a quien se atreva a hacerlo, sin ir más lejos, a Rodríguez Zapatero en sus visitas a estas tierras.
Así es imposible que el ciudadano de a pie se entere de lo que pasa. Cultivando el simplismo y el maniqueismo difícilmente encontraremos una solución adecuada al complejo problema del agua en tierras valencianas. Porque nadie pone en duda que se necesita agua. Todo el mundo sabe que el agua es un factor que limita el crecimiento. Pero la diferencia entre los gobernantes sensatos y los insensatos está en cómo responder a esta necesidad sin ocultar a nadie los impactos medioambientales de cada solución, es decir, sin ocultar los impactos sobre la calidad de vida de las generaciones presentes y futuras. A muchos nos gustaría que estas idas y venidas de los partidos políticos no enturbiaran la necesaria clarificación de todos los pros y contras que contienen todas y cada una de las alternativas de un tema tan trascendental. Aunque siempre hay la tentación, para los discrepantes del actual PHN, de tomar esa ley como se tomó la LOU: aceptarla críticamente hasta que un gobierno alternativo la derogue. Sin embargo, aquí -a diferencia de la LOU-, una vez se ponga el cemento en marcha, la reversibilidad se hará más complicada cada día que pase. No es fácil, por tanto, el posicionamiento cabal. Por eso, merecen mucho respeto -y menos juicios frívolos- las dudas, e incluso las posibles contradicciones tácticas y estratégicas, del PSPV. Los 161 kilómetros del trazado -y demás retoques incorporados- son la autoacusación más clara del alto precio medioambiental del proyecto de PHN, el criticado por el PSPV.
Vicent Soler es catedrático de la Universidad de Valencia.
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