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Columna
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Shakespeare / éxtasis

La sensación de bienestar que ocupa cada rincón de tu cuerpo se refleja en tu cara: los músculos se distienden, como por arte de bisturí desaparecen los surcos de una frente antes presionada por pensamientos sombríos, vuelve a las mejillas un rubor saludable y en los ojos brilla la limpieza y la alegría de las miradas reconciliadas, los labios han olvidado el rictus triste o la carcajada inquieta y esbozan la sonrisa amable del sereno placer de vivir. A tu alrededor, el mundo es hermoso: el sol acaricia sin peligro, el aire contaminado vuelve a ser brisa deliciosa, los árboles resurgen de sus cenizas, reaparecen los pájaros y el mar, las ciudades se extienden como espacios generosos de historia y de futuro. Descubres que los demás son guapos y simpáticos, que eran buenos o tenían disculpa, comprendes su desgracia o su confusión, te vuelves compasivo y paciente, admiras su extraordinaria y feliz naturaleza.

Una de dos: o estás enamorado o te has metido un éxtasis. Según la ley vigente, todas las sensaciones anteriormente descritas son aceptables sólo si no ha habido voluntad por parte del individuo: uno no es culpable de enamorarse pero sí de drogarse. Según Harold Bloom, el más eminente crítico literario de nuestro tiempo, autor de El canon occidental y del reciente Shakespeare. La invención de lo humano, los sentimientos que consideramos consustanciales a nuestra naturaleza, entre los que el amor reina de forma indiscutible, no serían hoy lo que son si no se los hubiera inventado Shakespeare. Según Antonio Escohotado, el más eminente especialista en drogas de nuestro país, autor de una imponente Historia General de las Drogas, el éxtasis 'derriba sin dificultades los obstáculos psicológicos y culturales a la comunicación entre individuos (...) y tiende a evocar disposiciones de amor y benevolencia'. Al hilo de ambas versiones sobre el pathos, se nos presenta, pues, un dilema de carácter jurídico: o se prohibe Shakespeare o se legaliza el éxtasis. Porque considerar que la felicidad y la empatía sólo son legítimas sin una intervención consciente del sujeto apela directamente a la esencia misma del ser social: se acepta como 'natural' lo que supuestamente escapa al análisis de la razón (enamorarse); se tacha de 'artificial', y se condena, lo que es producto del libre albedrío y del conocimiento (drogarse). Gran contradicción en el sistema de pensamiento que rige las sociedades de Occidente desde hace, por lo menos, tres siglos.

Hace falta que mueran dos jóvenes de golpe y otros veinte resulten intoxicados, como ha sucedido en la nave de Málaga, para que la atención se centre sobre el asunto de las drogas. Pero el asunto de las drogas es su ilegalidad. Porque a estos jóvenes no les ha sucedido (como declaraba un allegado) que les hayan metido droga en la bebida, sino que les han metido veneno en la droga que ellos se metieron, lo que es diferente y es producto de la falta de control sobre las sustancias que se consumen; o que han consumido más de la dosis propicia, lo que es producto de la falta de información y educación al respecto. Las drogas se consumen, legales o ilegales, y no sólo por jóvenes. El alcohol, muy publicitado, ha matado en España a un número de personas muy superior a las diez que han muerto por éxtasis; los coches, muy publicitados, son una plaga letal; un porcentaje elevadísimo de la población está enganchada a los productos de la rica industria farmacéutica; los alimentos que superan nuestros controles sanitarios llevan conservantes perjudiciales para la salud, cuando no son transgénicos o producto de la tortura; la televisión y la publicidad envenenan el espíritu.

Aparte del respeto que la ley debe a la libertad del individuo, respeto que en la actualidad falta, si las drogas fueran legales sólo estarían sujetas al pillaje oficial; algo es algo: al menos conoces la cara de tu enemigo y puedes hacerte una idea de tu margen de riesgo. Siendo ilegales, estás en manos de un más amplio e inclasificable crisol de pillos, y te metes caballo, o ralladura de ladrillo, cuando quieres meterte MDMA. Si, además, los sistemas educativos, que tanto se dice que preocupan, fueran inteligentes y atractivos e incluyeran en sus programas la lectura de Harold Bloom y de Antonio Escohotado, los jóvenes saldrían del colegio sabiendo quién es Shakespeare, qué es el éxtasis, por qué se enamoran, cómo pueden inducir sus legítimos sentimientos de felicidad.

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