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A PROPÓSITO DEL VELO DE FÁTIMA
Columna
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Derecho a la diferencia

Azurmendi no está solo. Las declaraciones, lamentables, del presidente del Foro de la Inmigración, Mikel Azurmendi, asegurando que 'la multiculturalidad es una gangrena de la sociedad democrática', han tenido la virtud de ser formuladas en el momento en que el debate social sobre el pañuelo de la niña Fátima Elidrisi estaba al rojo vivo.

Curiosamente, muchos de los que han criticado la barbaridad de Azurmendi, al mismo tiempo, han clamado contra el pañuelo de la niña, oponiendo a la obligatoriedad de ponérselo, la obligatoriedad de quitárselo. En fin, Fátima tendrá que aprender a ser libre, para defenderse de todos los que quieren pensar por ella. También del Defensor del Pueblo que, en otra de sus inquietantes salidas, ha asegurado, en la misma línea de Azurmendi, que prefiere la integración a la multiculturalidad. No hay integración, debería saber el Defensor del Pueblo, si no hay multiculturalidad. Si se suprime la multiculturalidad, hay asimilación, anulación de la diferencia del que llega, al que se obliga a amoldarse, doblegarse, hasta que se hace uno como nosotros y pierde su identidad anterior. Integrar es respetar la diferencia y hacer un todo nuevo con todas las partes, con todas las personas que van llegando, cada una con su cultura. La historia nos está dando la oportunidad de crear una sociedad nueva, multicultural, más rica en la variedad, más tolerante y, como consecuencia, más libre. Valorar esa oportunidad necesita discursos para liberarnos del miedo al otro que se está instalando, peligrosamente, en nuestra sociedad.

Hay en España mujeres obligadas a trabajar en empresas en las que no les permiten llevar pantalones
Convivimos con muchos hombres integristas, sufrimos aún demasiada prepotencia machista

Fátima es una niña de 13 años obligada a llevar un pañuelo en la cabeza, pero para la que su padre quiere escuela. Es interesante observar la contradicción en la que cae ese ciudadano, al negarse a aceptar que su hija se quite el pañuelo, al tiempo que la envía, y la deja en libertad, a una escuela pública y mixta. Fátima se va a educar entre niñas y, lo que es más importante, niños, todos libres, cada cual con su religión en un colegio sin ninguna.

Resulta curioso que a ese pequeño detalle no le haya dado nadie importancia, pero la tiene. El padre de Fátima quiere para ella educación y nada puede llegar a hacerla más libre, nada puede situarla en el mundo en mejores condiciones de igualdad con cualquier otra mujer u hombre. Nada hace más iguales a los hombres y a las mujeres que la educación, nada iguala más a los pobres y a los ricos que la educación, nada es más liberador que la educación y el padre de Fátima la quiere para su hija. Merece una reflexión, en medio del debate sobre el pañuelo, ese pequeño detalle.

Con 13 años hay en el mundo occidental miles de niñas obligadas por sus padres a vestir, comportarse, aceptar tradiciones y religiones que no han elegido, sino que les impone la familia en la que crecen. No es bueno que Fátima sea obligada a llevar pañuelo, de la misma manera que no es bueno que una niña de diez u once años sea obligada por sus padres a hacer la Primera Comunión por el solo y simple hecho de que ellos son católicos, pero aquí eso no nos extraña; no perturba demasiado a nuestra sociedad el que haya todavía tantas niñas en este país educadas en los más tradicionales valores católicos, que, sin duda, condicionan su libertad. Y no es ni malo ni bueno, si ellas lo hubieran elegido, pero esa educación les es tan impuesta por sus padres, como el pañuelo a Fátima por el suyo.

No hace falta sin embargo volver sobre lo religioso para asegurar que hay en este país mujeres obligadas a trabajar en empresas en las que no les permiten llevar pantalones o les obligan a un determinado largo de falda. O mujeres que ganan menos que los hombres que, en la misma empresa, realizan el mismo trabajo. O mujeres que son despedidas de sus trabajos por quedarse embarazadas, incluso profesoras de Universidad, como en el reciente caso de despido de una profesora de la UNED.

O mujeres que sufren acoso sexual, que son maltratadas, que se quedan embarazadas de hombres violentos y alcohólicos que las violan dentro del matrimonio una y mil veces. O mujeres profesionales que se ven rechazadas en beneficio de otros hombres, de la misma o menor cualificación profesional, por el solo hecho de ser mujeres y por tanto tener menor consideración social. O mujeres obligadas a una doble jornada laboral, porque sus maridos consideran obligación de las mujeres el facilitarles la vida, haciendo ellas solas todo el trabajo del hogar, aunque vengan destrozadas, más que ellos muchas veces, de realizar fuera de casa un trabajo, también muchas veces, más importante que el que realizan sus maridos.

O mujeres que no pueden pertenecer a asociaciones y clubes exclusivos de hombres, y, por haber, hay hasta mujeres que queriendo salir de nazarenas, bajo un capirote, en Semana Santa, no pueden hacerlo, porque los hombres de las hermandades a las que pertenecen no lo consienten.

Los hombres ordenan y mandan todavía tanto y tan injustamente en esta sociedad nuestra, venida a más, pero todavía con tanto déficit social, a pesar de las leyes, en valores democráticos y de igualdad, que produce algo de rubor asistir al espectáculo de la defensa apasionada por la liberación del cabello de Fátima, y las acusaciones contra su padre por integrista. Convivimos con muchos hombres integristas, sufrimos todavía demasiada costumbre y prepotencia machista. En nuestra cultura hay mucha obligación impuesta a las mujeres.

El pañuelo en la cabeza de Fátima es, sin duda, un símbolo nada tranquilizador; es cierto que será más justo el día en que ninguna mujer sea obligada a llevar ese pañuelo, que ahora el padre de Fátima impone a su hija; es cierto que hay que trabajar para que todas las Fátimas del mundo, sufran la opresión que sufran, se vean libres de ella, pero, aún más allá, mucho más allá, hay que trabajar sin cansancio por la libertad, para que todas las mujeres tengan libertad para quitarse por sí mismas el pañuelo. O para ponérselo.

Ésa es la libertad que queremos las mujeres: la libertad de elegir, la sagrada e irrenunciable libertad de elegir. Que nadie nos dirija, que nadie nos maneje, que nadie nos obligue, que nadie nos proteja, que nadie nos oprima, que nadie se aplique paternalistamente a nuestra defensa, que nadie ande el camino por nosotras, que nadie se crea tan superior como para poner, o quitar, el velo a Fátima.

Y todavía hay un más allá: hay que reconocer el derecho de Fátima a usar su pañuelo, si, cuando sea mayor y piense por sí misma, ella decide continuar con él, porque ese pañuelo, una vez que sea una prenda elegida libremente, es un signo de identificación cultural, un símbolo de la diferencia entre ella y nosotros, una diferencia que nadie, con ninguna excusa, debería intentar que Fátima olvidara, porque su pasado, su procedencia, su cultura, son los valores en los que se sustentará siempre la nueva mujer que nacerá de la fusión en libertad de todo eso con lo que aquí va a recibir.

Cuando Fátima crezca tiene derecho a vivir en una sociedad que la haya reconocido y querido con su diferencia. Que la integración se haga en ella, que se resista a ser asimilada, que no se amolde, que cuando se haya liberado de todas las cosas a las que le esté obligando cualquier hombre, imponga su derecho a ser Fátima (como la hija del profeta Mahoma) no Fátima (como la Virgen católica de Cova d'Iria). Y aun más, que nadie le prohíba, si llegara el caso, dejar de ser Fátima para ser Fátima. Querrá decir que ha crecido libre con sus dos culturas, la de origen y la que la ha acogido, y ha podido decidir.

Ése es el reto. Y ahora que ya no podemos seguir creyéndonos inocentes, como cuando eran los nuestros los que emigraban y dolidos por el poco aprecio con el que eran acogidos en los lugares a los que llegaban, nos atrevíamos a decir que los españoles no éramos racistas, deberíamos reconocer que, sencillamente, no habíamos tenido ocasión. Puede parecer impertinente, pero no estaría de más empezar a mirarnos por dentro y buscarnos los sentimientos xenófobos que pudiéramos estar empezando a incubar, ante la realidad de la inmigración que nos pone en trance de recordar quienes fuimos y, en consecuencia, ser solidarios, o actuar como nuevos ricos que olvidan su pasado y desprecian lo que fueron, rechazando a los que se parecen a ellos cuando todavía eran pobres.

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