Cómo ven otros a EE UU y... ¿tiene ello importancia?
En una conferencia a la que asistí hace poco, un airado ecologista preguntó: '¿Con qué derecho imprimen los estadounidenses una huella tan marcada sobre la faz de la Tierra?'. ¡Uf! Era una pregunta difícil porque, por desgracia, es bastante cierto.
Los estadounidenses sumamos algo menos del 5% de la población mundial, pero nos bebemos el 27% de la producción mundial de petróleo anual, creamos y consumimos casi el 30% del producto mundial bruto y -fíjense en esto- nuestro gasto en defensa es el 40% del gasto total mundial. Según mis cálculos, el presupuesto del Pentágono hoy día viene a ser igual al gasto en defensa de las nueve o diez naciones que más invierten en defensa, algo que no había sucedido nunca antes en la historia. Es, en efecto, una huella muy marcada. ¿Cómo explicárselo a los demás, y a nosotros mismos? Y ¿qué hacer al respecto, en caso de que debamos hacer algo?
Planteo estas preguntas porque la experiencia de mis recientes viajes -al golfo Pérsico, Europa, Corea y México-, además de una pila de cartas y mensajes de correo electrónico llegados de todas partes del mundo, dan a entender que esta democracia nuestra no es tan admirada y valorada como solemos suponer. La simpatía extranjera ante los horrores del 11 de septiembre fue sincera, pero era una simpatía por la pérdida de unos seres queridos inocentes: los trabajadores de las Torres Gemelas, los policías y los bomberos. También había ese sentimiento de compasión provocado por el miedo a que pueda suceder algo semejante en Sydney, Oslo o Nueva Delhi. Pero ello no implica un amor y apoyo incondicionales al Tío Sam.
Por el contrario, todo aquel que preste oído puede detectar una avalancha de críticas internacionales, referencias sarcásticas a la política del Gobierno estadounidense, y quejas sobre nuestra marcada 'huella' sobre la faz de la Tierra. Mientras escribo esto, me llega un mensaje electrónico de un antiguo alumno mío que ahora está en Cambridge, Inglaterra (y que es un anglófilo convencido), en el que habla de la dificultad de luchar contra el extendido sentimiento antiestadounidense. ¡Y eso que está en la tierra de Tony Blair!
Tiene suerte de no estudiar en Atenas, Beirut o Calcuta.
Puede que a muchos de los estadounidenses que lean esta columna no les importen las críticas y temores crecientes que manifiestan las voces del exterior. Para ellos, la realidad es que Estados Unidos es el número uno sin rival, y el resto -Europa, Rusia, China y el mundo árabe- tiene que aceptar este sencillo hecho. Pretender que no es así es tan inútil como predicar en el desierto.
Pero otros estadounidenses a los que escucho -antiguos trabajadores de los Cuerpos de Paz, padres con hijos que estudian en el extranjero (como hicieron ellos en su día), hombres de negocios con fuertes relaciones con el extranjero, religiosos y religiosas, ecologistas- están verdaderamente preocupados por nuestra 'huella' terrenal y por los murmullos que se escuchan a lo lejos. Les preocupa que nos estemos aislando de la mayor parte de los desafíos importantes de la sociedad global y que nuestra política exterior se esté paulatinamente reduciendo a ponernos en marcha con un inmenso peso militar para destruir demonios como los talibanes, para retirarnos luego a nuestras bases aéreas y campamentos. Ellos comprenden, mejor que algunos de sus vecinos, que Estados Unidos ha sido responsable en buena parte de la creación de un mundo cada vez más integrado: por medio de nuestras inversiones financieras, nuestras adquisiciones en el extranjero, nuestra revolución de las comunicaciones, nuestra cultura de CNN y MTV, nuestro turismo e intercambios de estudiantes, nuestras presiones a las sociedades extranjeras para que se ciñan a los acuerdos comerciales, los movimientos de capital, la propiedad intelectual, el medio ambiente y las leyes laborales. Se dan cuenta de que no podemos retroceder a una era de inocencia y aislacionismo a lo Norman Rockwell, y temen que nos estemos alejando demasiado de un mundo al que ahora nos unen lazos estrechos e inexorables. Tras mis últimos viajes, este punto de vista tiene cada vez más sentido para mí.
Así pues, ¿qué es lo que hay que hacer? Una forma de pensar con más claridad podría ser dividir la opinión externa en tres categorías: los que aman Estados Unidos, los que lo odian y aquellos a los que les preocupa. El primer grupo es fácilmente reconocible. En él se incluyen personajes políticos extranjeros como lady Margaret Thatcher y Mijaíl Gorbachov; hombres de negocios que admiran la economía estadounidense del laisser-faire; adolescentes extranjeros que sienten devoción por las estrellas de Hollywood, la música pop y los pantalones vaqueros; y sociedades a las que la política estadounidense contra los regímenes perversos ha liberado de la opresión. El segundo grupo también descolla. El antiamericanismo no es solamente el distintivo de los fundamentalistas musulmanes, de la mayoría de los regímenes no democráticos, de los activistas radicales de Latinoamérica, de los nacionalistas japoneses y de los críticos del capitalismo de todas partes. Se puede encontrar también en los cenáculos intelectuales de Europa, quizá especialmente en Francia, donde se considera que la cultura estadounidense es obtusa, simplista, carente de gusto... y demasiado popular.
Dado que no es posible hacer gran cosa para cambiar las convicciones de ninguno de estos dos bandos, deberíamos centrarnos en el tercer grupo, que es el más importante: los que fundamentalmente son amigos de Estados Unidos y admiran su papel en la defensa de las libertades democráticas, pero ahora están preocupados por el rumbo que está tomando la República. Es paradójico, pero también reconfortante. Sus críticas no se centran en lo que somos, sino en la incapacidad de Estados Unidos para vivir de acuerdo con unos ideales que él mismo ha definido: democracia, justicia, apertura, respeto por los derechos humanos y compromiso de defender las 'cuatro libertades' de Roosevelt.
Es interesante reflexionar sobre el hecho de que, en tres ocasiones a lo largo del siglo pasado, una gran parte del mundo contempló con esperanza y anhelo a un líder estadounidense defender valores humanos trascendentales; porque Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt y John Kennedy alegraron los corazones extranjeros al rechazar el sentimiento mezquino de 'Estados Unidos primero' y hablaron de las necesidades de toda la humanidad.
Lo que tantos amigos extranjeros desengañados y preocupados quieren ver es un retorno a aquel
Estados Unidos resuelto y tolerante. La política unilateral de Washington respecto a las minas terrestres, al Tribunal Penal Internacional y a los protocolos de Kioto sobre el medio ambiente están muy por debajo de sus expectativas. Restringir la financiación de la ONU parece poco inteligente y también traiciona promesas solemnes. Destinar 48.000 millones de dólares adicionales a la defensa, pero no destinar cantidades ni porcentajes a la conferencia de Monterrey del mes próximo para la financiación del desarrollo parece una hipocresía. De hecho, algunas de estas políticas estadounidenses (por ejemplo, respecto a las primeras propuestas de Kioto) probablemente serían fácilmente defendibles. Pero la impresión general que Estados Unidos ha dado últimamente es que sencillamente le da igual lo que piense el resto del mundo. Cuando necesitamos ayuda -para cercar a terroristas, congelar activos financieros o conseguir el acceso de las tropas estadounidenses a bases aéreas extranjeras- jugamos en equipo, y cuando no nos gustan los esquemas internacionales, nos marchamos. Supongo que estos días todos los embajadores y enviados estadounidenses en el extranjero pasan la mayor parte del tiempo ocupándose de estas cuitas; cuitas expresadas, como ya dije antes, no por los enemigos de Estados Unidos, sino por sus amigos.
Por último, los cambios políticos individuales son mucho menos importantes que la cuestión general. Estos días, en el extranjero hay verdaderas ganas de que Estados Unidos dé muestras de auténtico liderazgo. No lo que el senador William J. Fullbright denominó en una ocasión 'la arrogancia del poder', sino ese tipo de liderazgo cuyo mejor ejemplo quizá sea Roosevelt. Esto parece ser lo que quiere el comisario de Asuntos Exteriores de la UE, Chris Patten, cuando manifiesta su preocupación acerca de que Estados Unidos haya metido 'la directa unilateral'.
Sería un liderazgo marcado por la amplitud de miras, por la valoración de lo que tenemos en común como humanos, por el convencimiento de que es tanto lo que tenemos que aprender de los otros como lo que podemos enseñarles. Sería un liderazgo que hablase a los desfavorecidos y débiles del mundo, y que comprometiera a Estados Unidos a unirse a otras naciones avanzadas y fuertes en la labor común de ayudar a aquellos que apenas pueden ayudarse a sí mismos. Por encima de todo, sería un liderazgo que se dirigiera con claridad al pueblo estadounidense y le explicase, una y otra vez, por qué nuestro interés nacional más profundo radica en que nos tomemos con seriedad el destino de nuestro planeta y de que invirtamos fuertemente en su futuro.
Si esto sucediera, podríamos cumplir la promesa estadounidense, y seguramente sorprendernos de lo populares que en realidad somos.
Paul Kennedy es director del Centro para Estudios de Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © 2002, NPQ / Global Viewpoint. Distribuido por Los Angeles Times Syndicate International.
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