Terroristas, halcones y criminales de guerra
No es frecuente en nuestros días reivindicar límites al poder de la voluntad. Sin embargo, la voluntad sin límites conduce a la ausencia de sentimiento de culpabilidad y, en consecuencia, a la justificación interna de la violencia. Es, entonces, muy poco relevante la cuestión de su legitimación externa: vista desde fuera -especialmente desde cada uno de los bandos- una persona puede ser, en efecto, un terrorista o un líder que lucha por la libertad y/o la seguridad de su pueblo.
Sin límites éticos o morales al ejercicio de la voluntad y, por tanto, sin sentimiento de culpabilidad, puede llegar a justificarse, incluso, la selección o el ataque -sea directo o colateral- contra víctimas indefensas y, más aún, inocentes, es decir, que no sólo no están integradas conscientemente en ningún bando, sino que, además, sufren el dolor, el hambre y la injusticia por el mero hecho de existir.
Tan frecuente es la indiferencia de quienes no se sienten culpables ante esta clase de víctimas que debemos sospechar que forman parte esencial de la estrategia: se trata no sólo de imponerse al precio que sea, sino también de mantener la sensación colectiva de inseguridad para conseguir un objetivo político, sea la independencia de un territorio, el triunfo de una ideología o el incremento desmedido del gasto militar.
No sólo por razones jurídicas, sino, sobre todo, porque en cualquier situación, incluso en la guerra, existen límites éticos y morales y, por tanto, jurídicos al poder de la voluntad de imponerse al contrario, va ganando terreno la aproximación al concepto de terrorismo desde la perspectiva de los crímenes de guerra, aunque cometidos en tiempo de paz.
Pese a que siempre hay y habrá quienes compartan con sus líderes su voluntad ilimitada y, por tanto, los justifiquen y apoyen por su mera ideología, la aureola del terrorista-combatiente por la libertad y/o seguridad de su pueblo disminuye drásticamente cuando se le mira como un simple criminal de guerra, tanto en tiempo de guerra como de paz. No sólo desde fuera, sino también desde el punto de vista interno, la justificación de la violencia se esfuma ante la violación de la más elemental ética propia del combatiente: matar, torturar o secuestrar al enemigo desarmado o al que se ha rendido, al que está enfermo, herido o ha sido hecho prisionero, o a civiles, o ejecutarlos, secuestrarlos o condenarlos a largos años de prisión sin un juicio justo, sitúa al 'combatiente' ante su propia degradación ética y moral. Por encima de la capa protectora de su ideología, el criminal de guerra -en tiempo de guerra y de paz- debería sentir la culpabilidad que corresponde a las acciones más viles de las que es capaz el ser humano.
Antes del 11 de septiembre ya sabíamos que la ausencia de límites al poder de su voluntad no era ajena a muchos de nuestros dirigentes. En realidad, si bien se mira, a la más que constatada implicación histórica de las grandes potencias en la creación, financiación, entrenamiento y dotación de armas -incluso bacteriológicas y químicas de destrucción masiva- a organizaciones armadas y gobiernos terroristas, y a la no menos conocida práctica de la guerra sucia o terrorismo de Estado, lo único que se ha añadido desde el 11 de septiembre es la publicidad.
Ahora no hay problema en reconocer públicamente, por ejemplo, que el ejército de Israel -sin ignorar el muy esperanzador movimiento interno de oficiales que se niegan a participar en operaciones terroristas en los territorios ocupados- cuenta con una unidad de élite dedicada a ejecutar los atentados mortales contra los presuntos dirigentes de determinadas organizaciones terroristas palestinas. A su vez, en los medios de comunicación se alude abiertamente a los comandos norteamericanos que operan en distintos países en misiones especiales de caza de terroristas vivos o (preferiblemente) muertos. Tampoco hay nada que ocultar en Guantánamo -¡todos hemos visto a estos 'combatientes ilegales (no prisioneros de guerra) pero sometidos por conveniencia a las Convenciones de Ginebra', en sus jaulas, incapaces de moverse por sí mismos, y disfrazados!-, ni en Estados Unidos: no se oculta, en efecto, que hay cientos de detenidos (desaparecidos) en lugares desconocidos desde hace meses, que están siendo interrogados en la más absoluta clandestinidad y, por supuesto, sin asistencia de abogado, y que padecen la más total incertidumbre sobre la acusación y el tribunal que habrá de juzgarlos, además de una restricción de las pruebas a las que tienen derecho. ¡Hasta la matanza de presos talibanes en Mazar-i-Sharif ha tenido su publicidad y, hasta el momento, ninguna respuesta jurídico-penal!
En suma, asistimos a la consolidación pública de los 'espacios sin Derecho' y la consiguiente marginación de los tribunales de justicia en cuestiones de terrorismo y crímenes de guerra. La investigación desde el Estado de derecho de estos crímenes se ha convertido en un juicio trasnochado; el terrorismo de Estado anterior al 11 de septiembre parece un macabro juego de niños que, al parecer, ahora no sólo no habría por qué ocultar, sino que habría que amparar y fortalecer.
El ambiente de deliberada confusión entre la guerra y la paz y el consiguiente apoyo explícito de las autoridades norteamericanas y del Reino Unido, con el beneplácito de casi todas las demás, a la guerra sucia hace cada vez más imperceptible la diferencia ética y moral entre los bandos: más allá de la manifiesta desproporción de la fuerza y de la injusticia histórica que padecen algunos de los que están en el lado de los más débiles, en ningún bando parece haber límites al poder de la voluntad, ni sentimiento de culpabilidad, ni, por tanto, un Derecho que respetar.
Conviene, por eso, volver a recordar algunas bases muy elementales de la convivencia ordenada conforme al Derecho:
Los guerrilleros, paramilitares o soldados y sus superiores -incluidos los políticos- que, en un conflicto armado internacional o interno, matan o torturan al enemigo herido o prisionero, o a civiles, o destruyen o se apropian de sus bienes sin justificación militar, o no les proporcionan un juicio justo, o no respetan, en general, las normas básicas del Derecho Internacional Humanitario, no son terroristas sino criminales de guerra, y como tales deben ser juzgados y condenados.
Quienes, sin embargo, con independencia de su denominación, matan, torturan, secuestran o realizan hechos similares para sembrar el terror en un sector de la población en tiempo de paz -valga decir, cuando no existe un conflicto armado internacional o interno- actuando, generalmente, al servicio de una organización o de sus fines políticos, son, simplemente, terroristas, y como tales deben ser juzgados y condenados.
No obstante, a veces, tanto una clase de criminales de guerra como otra sobrepasan el listón perverso de sus respectivos crímenes, imprimiéndoles, digamos, una dimensión masiva, sistemática. Se convierten, entonces, en responsables de crímenes contra la humanidad y como criminales contra la humanidad y no de guerra o terroristas deben, entonces, ser juzgados y condenados.
Este discurso no admite trampas interesadas: la reivindicación de límites éticos y morales al poder de la voluntad y, por tanto, de la supremacía del Derecho no puede ser parcial, escindida, de forma que sólo afecte a unos, pero no a otros.
Lamentablemente, no parece que los vientos soplen en esta dirección, no digamos ya en Estados Unidos, en donde la coartada del 'eje del mal' parece justificarlo todo, sino ni siquiera en nuestra civilizada Europa. El impacto de los aviones contra las Torres Gemelas sigue tan presente que no parece existir duda en los foros internacionales sobre la diferencia entre lo que hacen ellos y lo que se hace y puede hacer contra ellos: ellos y sólo ellos pueden realizar, al parecer, actos terroristas, crímenes de guerra y contra la humanidad. En el otro lado, por el contrario, se trata de defender la paz, sin prestar demasiada atención a las violaciones de derechos humanos: ¡al fin y al cabo, los nuestros -se dice- son, simplemente, halcones, que vuelan en defensa de la paz!
En el lenguaje característico del Derecho perverso -en sentido hegeliano, naturalmente- ésta es la esencia de la denominada Posición Común del Consejo de Europa sobre la aplicación de medidas específicas de lucha contra el terrorismo, adoptada el 27 de diciembre pasado. Según ésta -y aun aceptando que en algunos aspectos se han producido avances saludables en las posiciones europeas en materia de terrorismo- sólo son actos terroristas los que pueden perjudicar gravemente a un país o a una organización internacional. Dando por supuesto que las organizaciones calificadas como terroristas no están consideradas a estos efectos como organizaciones internacionales, la conclusión es obvia: no es un acto terrorista la realización de los graves delitos descritos en este acuerdo -atentados contra la vida o la integridad de las personas, secuestros o tomas de rehenes, destrucción de infraestructuras, fabricación o suministro de armas (incluso nucleares) o explosivos, liberación de sustancias peligrosas o provocación de incendios, inundaciones o explosiones cuyo efecto sea poner en peligro vidas humanas, interrupción del suministro de agua, electricidad u otro recurso natural con el mismo efecto anterior, entre otras similares- si se realizan desde el otro bando, esto es, no para perjudicar a un país u organización internacional, sino desde el país, Gobierno u organización internacional que se pretenden defender.
Parece que esta posición ha olvidado tener en cuenta actos como los asesinatos selectivos de dirigentes palestinos, o la destrucción de las casas de familiares y 'amistades' de los terroristas-suicidas palestinos, o la política de 'tierra quemada' de las autoridades rusas en Chechenia. Nada de esto es terrorismo, según el Consejo de Europa: ¿es, acaso, Hamás, por ejemplo, una organización internacional a la que se pretenda destruir al asesinar a sus integrantes o al destruir las casas de los familiares de los terroristas-suicidas? ¿Son, tal vez, un país al que se pretenda destruir el conjunto de territorios dispersos en Cisjordania y Gaza y parte de Jerusalén, en donde viven millones de palestinos? ¿Son, en este sentido, organizaciones internacionales a las que haya que proteger Al Fatah y la Autoridad Palestina? ¿Es, tal vez, a estos efectos Chechenia un país? ¿Qué son los kurdos? Si las conductas delictivas perpetradas en estos conflictos no son terroristas, entonces: ¿serán perseguidas, tal vez, como crímenes de guerra o contra la humanidad?
En situaciones límite es cuando más se echan de menos los principios. De la mano del pragmatismo norteamericano los gobernantes occidentales caminan hacia la desaparición de cualquier clase de límite al poder de la voluntad también en nuestro lado. No son tan sólidos los principios aquí como parecía. Por esta vía, la perpetuación de la violencia está asegurada: el vuelo del Halcón es, también, una amenaza contra la paz.
Baltasar Garzón Real es magistrado del Juzgado Central de Instrucción número 5, y José Manuel Gómez-Benítez es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid.
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