Moser y los Juegos de Los Ángeles 84
Aunque la autotransfusión fue práctica habitual en el deporte durante los años setenta, tiempo de la escuela finlandesa en el esquí y en el atletismo de fondo; cuando atletas como Peka Vasala y Lasse Viren, que reconocieron prácticas sanguíneas, derrotaban a los mejores kenianos, el apogeo de la primera forma del dopaje sanguíneo se alcanzó en 1984.
En enero de aquel año, en el velódromo de Ciudad de México, el italiano Francesco Moser se convertía en el primer ciclista que superaba la barrera de los 50 kilómetros en el récord de la hora. Su preparador era Francesco Conconi, uno de los investigadores que más ha trabajado en el estudio de los efectos de una buena sangre en el rendimiento. Diversos testigos han contado cómo uno de sus ayudantes viajó a México con una nevera portátil transportando bolsas con sangre de Moser para su transfusión.
Pocos meses después, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, el equipo norteamericano de ciclismo, de escasa tradición y éxitos previos, asombró al lograr nueve medallas. No fue ningún secreto, porque ellos mismos lo proclamaron, que habían recurrido a las transfusiones.
El problema se desencadenó meses después. Apremiados por el tiempo, ya que las pruebas de selección definitiva para Los Ángeles terminaron muy cerca de los Juegos, los ciclistas no pudieron recurrir a su propia sangre. Así, solicitaron sangre de su grupo a familiares o amigos. Algunos recibieron sangre contaminada y contrajeron hepatitis.
Alarmado por la extensión del fenómeno, el COI prohibió la práctica de la transfusión poco después de los Juegos de Los Ángeles. A partir de entonces se consideró dopaje. El único y gran problema es que, aunque es una práctica prohibida, sigue siendo indetectable.
Poco tiempo después, en 1987, logró fabricarse ya la EPO recombinante por ingeniería genética y el dopaje sanguíneo dio su mayor salto hacia delante.
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